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CAPÍTULO XVII

El entierro iba sesgando el olivar: Llevaba una carrera agalgada, gacho y nocharniego: Pero cuando cruzaba por los atardecidos prados, el ocaso ponía brillos y romerías de luces sobre el negro betún del féretro. Acezaba el conejillo de jayanes y mujerucas lloronas, enternecidas con el anisete de cinco noches de velorio. Era muy remoto el cementerio, y el camino, transpuesto el olivar, de muy mal paso. En la tarde serena y azul, el flaco conejillo calcaba su silueta galguera, remontando por la ribera del río, a buscar los vados por donde iba antaño el arruinado puente de maderos. El Villaje de Doña Ximena, sobre la otra orilla, acastillado en un cerro, escalonaba bardas y tejados: Cimero, entre tapias y cipreses, el campanario de la iglesia abría los ojos de sus campanas, bajo el roído tejadillo, ilustrando una metamorfosis de la corneja. El doble de difuntos dilataba sus mohosos círculos en el atardecido. El entierro galgueaba adonde dicen Vado Jarón. De la mano contraria, por un vericueto, aparecían los brillos de la cruz parroquial, y entre cuatro mantillas revoloteaba la sobrepelliz del clérigo. Tras de la cruz aguzaba sus cuernos el bonete. Se adelantó el sacristán, y encaramado a una cresta de la orilla, dio el aire su carraspera de viejo mandón que anda a escobazos con los santos:
-¡Ahí va la soguilla!