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CAPÍTULO XVI

Tenía la casona un jardín de naranjos con alambrilla en los caminos: Un jardín de traza morisca, recluso entre tapias de cal rosada. El espejo de una alberca estrellaba sus mirajes en una métrica de azulejos sevillanos. Aquel jardín pedía las voces de un esquilón de monjas, tal era su gracia sensual y cándida, huidiza del mundo, quebrada de melancolía. El Marqués de Bradomín amaba desenvolver sobre aquel fondo romántico sus coloquios con Feliche: El Marqués los conducía con arte de lírico mundano, sabía engarzarlos en sales y burlas, tenía en la verba fáciles y oportunos cristales de letras y arte. Feliche, serena, agacelada, sumisa, se deleitaba con las historias del viejo dandy. El Marqués habíale retirado de las manos un librote empergaminado, y teniéndolo cerrado en las suyas, exponía una extravagante lección de paradojas y donaires:
-¡El Quijote! Feliche, éste es el libro que no debe leer una niña ilusionada. Este libro perverso va contra los sueños que todos hemos tenido, alguna vez, de redimir los dolores del prójimo.