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CAPÍTULO XII

Sobre la querencia del pesebre, apresurábase con relinches el cuartago de Tío Juanes: Salía el jinete del olivar, sesgando la campa de barcinos almiares: Oteaba la casona del señorío, cercada de cipreses y naranjales, el vasto vuelo de aleros el torreado de chimeneas: La portalada tenía soles de mañana: Era luminosa con su retablo de escudos y rejas. Cabrilleaban prestigios de charoles y metales en el arco de entrada, y había fuera un grupo de gente quieta. Tío Juanes sintió el alma enfriarse, serena y fuerte, como un mar que hubiese quedado convertido en roca de cristal, en la inminencia de mayor zozobra. ¡La Pareja! Tricornios, fusiles, cartucheras, definían sus luces negras. Tío Juanes, sin una vacilación, puso espuelas y bajó resuelto adonde estaba la Pareja. El peligro se convertía en un sentimiento quieto, mudo, sin tregua, una carga del nacer, una condición fatal de la vida, como las plagas celestes sobre los campos. Trotó valiente:
-¡Señores Guardias, a la paz de Dios!