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CAPÍTULO I

Negro, sobre la lumbrada del ocaso, el arruinado molino tenía inmóviles las aspas. El Marqués de Bradomín, a mitad de la cuesta, muy velazqueño con atavíos de cazador, oía los cuentos de la molinera, y atendían de lejos, sentadas en un ribazo del camino, Feliche y la Marquesa Carolina. Agorinaba la molinera:
-¡Subitáneo, mi señorita! ¡Subitáneo! ¡Fue aquel desate un propio santiamén de Lucifer! ¡Como lo pinto! ¡A pique de perecernos sin el aviso de la viga!… ¡Y vaya un revuelo de tejas por los aires, más negras que cárabos! ¡Como lo pinto! ¡Propio desboque de yeguas era aquel tumulto de mares monte abajo! ¿Y ahora qué se hace? ¡Buscar una cueva para acabar estos tristes años! ¡Todo aquel arreglo bendito se lo llevó el desate de aguas! ¡Santísimo Dios! ¡Ya nos tienes otra vez coritos como al nacer! ¿Qué cueva nos deparas, Justo Juez? ¡Y si tampoco quieres darnos una cueva, mándanos un tabardillo y acaba tu obra misericordiosa, ya que tan desnudos nos dejaste! ¡No lo descuides, Rey de los Cielos! ¡Cinco inocentes, dos de un parto, un hombre impedido que pinga los reumas!… ¡Y qué te cuento, si sabido lo tienes!