¡La riada! Giraban las aspas del molino con un vértigo negro de pájaros absurdos. Huroneaba por los olivares el viento. La zorra aullaba al borde de la barranca y su hálito fosforecía en la nocturna tiniebla. Bajo la luna, la quiebra azulada del horizonte, indecisa de resplandores y nieves, tenía un pronto y confuso tumulto de rebotante marea: Saltante, pujante, espumante torbellino de crines al viento. Hacían agorino todas las voces del campo, despiertas, sobrecogidas de terror ante el crinado relámpago de las azulinas quiebras. El lobo y la loba, en el claro de luna, suspendían sus juegos y aguzaban las orejas. Los pájaros que dormían en los surcos se levantaban azorados, acogiéndose a los olivos, con inquieto aleteo. Arreciaba remoto el baladro de los chivos, y el machero, encaramado en un tolmo cercado de espumas, rezaba juntando las manos, la cigüeña del cayado, sobre un fondo de luceros. Rugían las secas esguevas, y sus terrenas encías desmoronábanse enlodando el rugiente cristal de las quebradas nieves. Una tromba de viento desgreñó el lunero tejado del molino. Las aspas, negras y frenéticas, rodaban sus cruces sobre el repente de voces asustadas. La riada, abierta en mares, remansada en curvas de espuma, se tendía ganando las vegas. Flotaba sobre el agua un gallinero arrancado de sus poyos: El gallo y las gallinas navegaban cacareando. Gruñía en el fangal una piara. Pronunciábase la gente de las quinterías con gritos y alarmas. Gatos y mujeres desnudas salían a los tejados. En los remansos de las vegas la luna multiplicaba su medalla.
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