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CAPÍTULO XIV

Tío Juanes trabó una lucha para que no descargase el golpe. El cautivo no se movía. Asustado, miraba en la pared el tumulto de sombras, el guirigay de brazos aspados, ruedos de catite, mantas flotantes, retacos dispuestos. Intuía el sentido de una gesticulación expresiva y siniestra por aquel anguloso y tumultuoso barajar de siluetas recortadas. La sota de copas, ronca de la disputa, bebía de una pellejuda. La de espadas, inscribía en la pared los ringorrangos de un jabeque. El cautivo temblaba con el cartapacio sobre las rodillas: Alarmas y recelos le sacudían: Batallaban sensaciones y pensamientos, en combate alucinante, con funambulescas mudanzas, y un trasponerse del ánimo sobre la angustia de aquel instante al pueril recuerdo de caminos y rostros olvidados: Sentíase vivir sobre el borde de la hora que pasó, asombrado, en la pavorosa y última realidad de trasponer las unidades métricas de lugar y de tiempo, a una coexistencia plural, nítida, diversa, de contrapuestos tiempos y lugares. Fuera se remontaban azorados ladridos, cacareaba, puesto en vela, el gallinero, zamarreaban con relinchos y coces los caballos atados bajo el cobertizo. Crujía la techumbre. El preso volvió la cabeza: Acicateados en una ráfaga, contrahechos en una sombra sin relieves, los bandidos se salían por la puerta. El tullido, encenizado, oliendo a chamusco, se sacaba del jubón la llave del cepo:
-¡Oye, gran rajado, sinvergüenza! Yo te liberto las tabas y tú me sacas en brazos. ¡Esos tíos sarnosos y la gran roída poco que se alegrarán de vernos salir ilesos! ¡Y este cochino techo está mirando cuándo nos aplasta!