Había salido la luna y era el olivar una incierta humareda verdina. Tío Blas de Juanes silbó de lejos, contraseñando, y el lechuzo cantó por tres veces. A poco, sobre el camino, resonaban las herraduras de un caballo. El viejo raposo salió de su silo, entre matorros. La sombra de un jinete -tabardo y calafiés- se perfilaba en el claro lunero. Traía los brillos del retaco en el arzón:
-¡A la paz de Dios, Tío Juanes!
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