La hija de la difunta, el manteo en capuz y asomándole al borde un hacillo de cuatro velas, galguea a carón de las bardas, y hace el planto, conservando entre lágrimas los colores de cereza lozana. Aúllan nigrománticos los perros, y en las cochiqueras gruñen indiferentes los marranos. Tienen un azorado presagio los círculos de las palomas. Mirlos y tordos revolotean anocturnados en las ramas de los olivos. Velando a la difunta, allegados y amistades se consuelan con rondas de anisete y roscos de dulcero. Al pie del ventano hilvana la mortaja Gilda la Costurera: Con afanoso braceo, tasca bajo el diente la hebra, y requiere las tijeras, y es, toda ella, un cierre de ojos, y un mover de labios, y un abismarse en cálculos, con el palmo tendido sobre la mortaja. Entraba, encrespando el planto, la hija de la difunta. Una comadre le tomó la cera, otra le hizo catar un sorbo de anisete: La mozuela serenóse viendo alumbrar el rectángulo de las cuatro velas, con una oscura consolación ante la simetría de las luces. Gilda la Costurera, al pie del ventano, daba el último hilván a la mortaja. Bajo el alpende el viejo cachicán, tascando la tagarnina, escudriñaba el tempero, cabal para la poda del olivo y el enterramiento de su vieja. Entre pajas, anidada en un cesto derrengado, cacarea la clueca, sin el cuido de la difunta. El hijo, baboso, cegato y tontaina, con aguardentosa pena, llenaba la copa que de mano en mano corría el círculo del duelo. Los críos de una comadre, lambiscando los roscos del dulcero, pedían la cata. El cegato tontaina, bajo el influjo del anisete, encandilado con la luz de las velas, llorón y cordial, conquería a los remilgados para que no hiciesen cumplimiento. La hija, al pie del ventano, sacaba de la faltriquera la esterilla que mercara para decoro de la mortaja. Gilda la Costurera abría el palmo haciendo un visaje:
-¿Qué has comprado?
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