Las madamas, con las ojeras del insomnio, pero refrescadas y olorosas de aguas inglesas, desayunaban en la sala del zaguán: Era vasta como un refectorio, con enormes rejas y techos de bovedilla. Las paredes, encaladas y desnudas, tenían un zócalo de azulejos, tan alto que sobrepasaba el dintel de las puertas, chatas y con bailones herrajes, parejas, por su tracería, de las holgonas alacenas empotradas en los muros. La Marquesa y Feliche, mostrando desgana, apenas mordían la punta de los picatostes, apenas los humedecían en el chocolate:
-¡Qué horror! ¡Feliche, podemos decir que hemos visto la estampa de la muerte! ¡Yo estoy descompuesta para todo el día! ¡Es incomprensible cómo viven esas gentes!
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