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CAPÍTULO VII

Cinco quinterías albergaba en su término el Coto de Los Carvajales: Castril, Solanilla, Pedrones, Cerrato y Majuelos: Era un gran dominio de olivas y tierras adehesadas, con casona antigua en cerco de cuadras, alpendes, lagares y toriles. A lo largo del camino, oculta en los encinares, sonaba la castañuela de la urraca. En los ojos celestes cantaban las remontadas alondras, y las gentiles gollerías picoteaban en las siembras, moviendo las caperuzas con melindre de niñas viejas. Un cazador -sombrero haldudo, escopeta y perro- cruzaba un cerrillo de fulvas retamas, con el sol de soslayo, anguloso y negro. El balandro de las esquilas, el grito del boyero, el restallo de la honda, juntaban su música agreste con los olores de la tierra, y en el cielo, rasgado de azules intactos, era sólo el trino de la alondra remota, remota.
La Marquesa y Feliche, en el fondo del coche, con dulce conforto se estrechaban las manos: No hablaban, pero sin decírselo, cada una sabía de la otra, y de su consolación en el feliz cristal del campo mañanero. El Marqués ponía su atención en las mulillas del tiro: Preguntaba por el precio del ganado y la concurrencia de las ferias. El cachicán, sentado a su vera en el pescante, le informaba por menudo. Las cuatro mulillas sostenían el trote, alegres y cascabeleras. El camino cruzaba un olivar viejo, con pardos baldíos. Una moza venía cantando sobre el anca de su borriquillo. Se entrevía un palomar. Entró el coche por un majuelo: Eran tan verdes y juveniles los brotes de la viña, de tan suave rosa la tierra del camino, tan azul el cielo, la luz tan clara, tan nítidas las voces en el beato silencio, que las madamas sentían la sensación de una pena mitigada, como después de haber llorado y rezado mucho. Traspuesto un cerro almagrero, asomó el campanario de Doña Ximena. Ahora entraba el coche por una avenida de negrillos. Ladraban los perros. En el fondo aparecía la casona, con sus grandes rejas y su portalada, donde se agrupaba el cortejo de mozas, jayanes, pastores, guardas. Feliche se sobresaltó. Le dolía el corazón, y sintióse como arañada por una torva aridez espiritual: Le pesaba su cruz, y resistía abrazarse con ella: Un negro resplandor le atorbellinaba la conciencia: Feliche se asomaba ceñuda a un abismo de odio, que copiaba la imagen, que repetía la voz de su hermano: La idea de verle, de oír aquella voz, la sumía en una angustia azorada y esquiva: