Llovía menudo y ligero en aquella fértil tierra del Baztán. Era una cortina gris, que á los prados húmedos, tendidos detrás, daba un reflejo de naranja, agrio como una desafinación de violín. Con aquel reflejo, sol anaranjado, armonizaban extrañas las cornetas militares tocando diana. Era agresiva la clara voz del metal en la paz aldeana y religiosa del valle, con campanarios entre arboleda y caserío, con rebaños de vacas marchando bajo los castaños ó metidas por los herbales. En el puente de Elizondo, y todo á lo largo de la carretera, formaba una compañía de cazadores, entre el són de las cornetas y las voces de los sargentos. Los oficiales, caladas las capuchas de los impermeables y las polainas manchadas de barro, estaban guarecidos bajo el balcón, pintado de añil, de una casa nueva, donde había taberna. De tiempo en tiempo, asomaba un hombre, que en una bandeja traía vasos de aguardiente para los oficiales. Era el tabernero, tripudo y risueño, lleno de recuerdos de sus viajes á las Islas de Ultramar. Un Sileno con chaleco de bayetón colorado y faja azul, mal ceñida, que al hablar de las Islas hablaba siempre de la canela y de la hoja del tabaco. El capitán que mandaba la fuerza, le dió un cigarro. El tabernero encendió, usando un yesquero de plata, y ufano de lucirlo, ofreció fuego á todos los oficiales. Humeando el cigarro, preguntó:
-¿Al fin cae Santa Cruz?
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