El Cura Santa Cruz, despedido el último confidente en la cancela del huerto, se volvió despacio, mirando receloso bajo la sombra de los manzanos donde ladraban tres perros atados con cadenas. Había luz en una ventana del piso alto. Recogido en la cocina del caserío, al amor de la lumbre, oía los gritos con que en el sobrado dolíase Don Pedro Mendía. Se levantó cauteloso y subió la escalera, sin despertar á la dueña que sentada en el primer peldaño, adormecía con el gato en la falda. Santa Cruz se detuvo en la puerta de la sala donde el viejo guerrillero jadea dolido, postrado en el sillón. Tiene un libro de rezos entre las manos, y el candil que cuelga de la viga, pone sobre ellas un resplandor de oro pálido. El resto de la figura, arrugada y consumida, queda en la sombra. Murmura el Cura desde la puerta:
-¿No puede dormir, amigo Don Pedro?
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