Los dos cabecillas estaban en la solana. El cuadrante de piedra puesto en un esquinal de la casa marcaba la hora de mediodía. Santa Cruz, con las manos á la espalda, paseaba despacio, y el veterano de la otra guerra, hundido en su sillón, temblaba bajo el hermoso sol de Otoño, con los ojos puestos en los montes y una noble expresión sobre el rostro mortal. En el ambiente campesino resonaban los gritos de algunos voluntarios que jugaban un partido de pelota, corriendo por el fondo de un campo húmedo, verde y sonoro. Don Pedro se levantó muy encorvado, y dió varios paseos con el Cura. Realizado aquel esfuerzo de entereza, volvió á sentarse. Santa Cruz le miró con lástima:
-Don Pedro, déjese de valentías.
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