Eulalia estaba en la saleta arrodillada á los pies de su abuela, oidora en silencio, la cabeza con tembleque y un poco torpe la atención. La nieta le lava las manos en una salvilla de cristal que adornan filetes de oro. Después le recoge y prende la toca de encaje, caída sobre un hombro todo á lo largo de la espalda. La Marquesa mira tan obstinadamente, que da miedo. Había sido trasquilada con grandes escaleras, por quitarle la miel, que ya de otro modo no se soltaba del cabello, y tenía el aire de una mendiga vieja y loca. No cesa un momento el temblor de aquella cabeza cenicienta y salpicada de roeles blancos, con las orejas despegadas, casi tocando los hombros, que se hispan como dos alones sin plumas. Eulalia intercede por su hermano, pero la vieja señora, con los ojos parados, divaga y se distrae. De pronto, la nieta se levanta y mira en redor suyo, hacia las puertas. En otra sala resuenan roces de susto. Una doncella asoma pálida y apresurada. Eulalia se vuelve, hurtando con el cuerpo la vista á su abuela, y se lleva un dedo á los labios. La doncella queda incierta un momento y luego se va. Ante los ojos de Eulalia flota un lazo blanco del delantal. La Marquesa interroga torpemente:
-¿Qué sucede, hija?
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