Agila, muy despacio, llegó hasta la puerta, y pegando los hombros, se escurrió. Anduvo por los anchos y vacíos aposentos, misteriosos y olorosos como cajas de sándalo llenas de secretos. Perdido en ellos, sin oir voz ni rumor, le parecía que eran sus pasos grandes y resonantes. Al verle de lejos hacía su reverencia el mayordomo, que daba cuerda á un reloj. Agila pasa, y al desaparecer por otra puerta, siente en la espalda la sensación magnética de unos ojos que miran fijos. Por un salón reflejado en el fondo de un espejo, viene una vieja muy encorvada. Agila sonríe pensando que aquella vieja tan menuda, presa en el cristal, quiere salir para bailar sobre la consola dorada, entre los daguerreotipos. Pero de pronto, la vieja huye del espejo y entra por una puerta. Anda menudamente, y sobre el alda negra, las manos son amarillas. Salen de unos puños muy apretados. En una mano trae el bolsón de la calceta, y en la otra una alcuza de aceite. La sombra de la vieja es muy grotesca en la pared, y la alcuza marca el garabato de una nariz bajo el borde pringado del manto. Agila se acuerda de la Rosalba… ¡Tía Rosalba, que vivía en un desván del palacio y salía siempre al trasluz! ¡Tía Rosalba, hermana de la abuela, hija de una criada y del bisabuelo! Después recordó de niño, cuando había tenido fiebres y aquella vieja menuda estaba á la cabecera de día y de noche. Y recordó la convalecencia á su lado en el desván, jugando con un yesquero de oro, que había pertenecido al bisabuelo:
-¡Eres tú, marquesito!
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