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CAPÍTULO VIII

El Cura abrió la ventana y miró al cielo. Apenas brillaban las estrellas. Estúvose quieto y meditando, con los ojos fijos en la sombra de los montes. Bajo la bóveda de la noche, todos los rumores parecían llenos de prestigio. El ladrido de los perros, el paso de las patrullas, el agua del río en las presas, eran voces religiosas y misteriosas, como esos anhelos ignotos que estremecen á las almas en su noche oscura. Y todas las cosas decían una verdad que los hombres aún no saben entender. Las sombras y los rumores, las estrellas que se encienden y se apagan, las aguas de plata que las llevan en su fondo, los pasos que resuenan sobre la tierra, todo tenía una eternidad y una eficacia en el gran ritmo del mundo, donde nada se pierde, porque todo es la obra de Dios.
Pero aquel cabecilla que había dejado su iglesia para hacer la guerra á sangre y fuego, sólo veía en la noche la oscuridad propicia para sus sueños de batallas. Meditaba ir con su banda al encuentro de las tropas que venían sobre la villa. Temblaba antes de decidirse, y toda su alma se tendía en acecho, iluminada por un resplandor como el que tienen los gatos en los ojos. Era preciso levantar el cerco y salir en las tinieblas con tal sigilo que los sitiados no lo advirtiesen. Se decidió con un sentimiento torvo y lleno de recelo que le ponía un gran frío en las mejillas. Sólo dejó cien voluntarios, porque al alba del día hiciesen alarde ante el fuerte y entretuviesen á los sitiados con parlamentos para que se rindieran. Salió la partida en grupos de pocos hombres, tal que los del fuerte no pudiesen descubrir la línea oscura de la formación en el claro de la carretera. Santa Cruz, al salir de Otaín, llevaba consigo, atados en cuerda, á los tres viejos. Cuando subía un alto del camino se detuvo y mandó detener á su gente: