SANTA BAYA de Cristamilde está al otro lado del monte, allá en los arenales donde el mar brama. Todos los años acuden á su fiesta muchos devotos. La ermita, situada en lo alto, tiene un esquilón que se toca con una cadena: El tejado es de losas, y bien pudiera ser de oro si la santa quisiera. Adega, la dueña y un criado, han salido á la media tarde para llegar á la media noche, que es cuando se celebra la Misa de las Endemoniadas. Caminan en silencio, oyendo el canto de los romeros que van por otros atajos. A veces, á lo largo de la vereda, topan con algún mendigo que anda arrastrándose, con las canillas echadas á la espalda. Se ha puesto el sol, y dos bueyes cobrizos beben al borde de una charca. En la lejanía se levanta el ladrido de los perros, vigilantes en los pajares. Sale la luna, y el mochuelo canta escondido en un castañar.
Cuando comienzan á subir el monte, es noche cerrada, y el criado, para arredrar á los lobos, enciende el farol que lleva colgado del palo. Delante va una caravana de mendigos: Se oyen sus voces burlonas y descreídas: Como cordón de orugas se arrastran á lo largo del camino: Unos son ciegos, otros tullidos, otros lazarados. Todos ellos comen del pan ajeno, y vagan por el mundo sacudiendo vengativos su miseria, y rascando su podre á la puerta del rico avariento. Una mujer da el pecho á su niño cubierto de lepra, otra empuja el carro de un paralítico. En las alforjas de un asno viejo y lleno de mataduras, van dos monstruos: Las cabezas son deformes, las manos palmípedas. Adega reconoce al ciego de San Clodio y al lazarillo, que le sonríe picaresco:
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