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CAPÍTULO II

ADEGA fué admitida en la servidumbre de la señora, y aquel mismo día llegaron las mozas de la aldea, que todos los años espadaban el lino en el generoso Pazo de Brandeso. Comenzaron su tarea cantando y cantando la dieron fin: Adega las ayudó. Espadaban en la solana, y desde el fondo de un balcón oía sus cantos la señora, que hilaba en su rueca de palo santo, olorosa y noble. A la señora, como á todas las mayorazgas campesinas, le gustaban las telas de lino y las guardaba en los arcones de nogal, con las manzanas tabardillas y los membrillos olorosos. Después de hilar todo el invierno, había juntado cien madejas, y la moza de la cara bermeja, y la dueña de los cabellos blancos, pasaron muchas tardes devanándolas en el fondo de una gran sala desierta. La señora pensaba hacer con ellas una sola tela, tan rica como no tenía otra.
Las espadadoras trabajaban por tarea, y habiendo dado fin el primer día poco después de la media tarde, se esparcieron por el jardín, alegrándolo con sus voces. Adega bajó con ellas: Sentada al pie de una fuente, atendía sus cantos y sus juegos con triste sonrisa. Las vió alejarse y se sintió feliz. Sus ojos se alzaron al cielo como dos suspiros de luz. Aquella zagala de cándida garganta y cejas de oro, volvía á vivir en perpetuo ensueño. Sentada en el jardín señorial bajo las sombras seculares, suspiraba viendo morir la tarde, breve tarde azul llena de santidad y de fragancia. Sentía pasar sobre su rostro el aliento encendido del milagro, y el milagro acaeció. Al inclinarse para beber en la fuente, que corría escondida por el laberinto de arrayanes, las violetas de sus ojos vieron en el cristal del agua, donde temblaba el sol poniente, aparecerse el rostro de un niño que sonreía. Era aquella aparición un santo presagio: Adega sintió correr la leche por sus senos, y sintió la voz saludadora del que era hijo de Dios Nuestro Señor. Después sus ojos dejaron de ver: Desvanecida al pie de la fuente, sólo oyó un rumor de ángeles que volaban. Recobróse pasado mucho tiempo, y sentada sobre la yerba, haciendo memoria del cándido y celeste suceso, lloró sobrecogida y venturosa. Sentía que en la soledad del jardín, su alma volaba como los pájaros que se perdían cantando en la altura.