SENTADA ante la puerta del establo, Adega esperaba al peregrino que le había demandado albergue aquella tarde al mostrársele en el atrio de San Clodio. El mastín velaba echado á sus plantas. Caía sobre el descampado la luz lejana de la luna y oíase el mar, también lejano. De pronto la pastora tembló con medrosa zozobra. Abríase la puerta de la venta. El ama asomaba con un haz de paja, y en mitad del raso encendía una hoguera: Encorvada sobre el fuego, iba añadiendo brazados de jara seca, mientras el hijo, allá en el fondo arrebolado de la cocina, sujetaba las patas del cordero con la jereta de las vacas. Adega escuchaba conmovida el trémulo balido, que parecía subir llenando el azul de la noche, como el llanto de un niño. Restallaba la jara entre las lenguas de la llama, y la vieja limpiábase los ojos que hacía llorar el humo. El hijo asomóse en la puerta, y desde allí, cruel y adusto, arrojó el cordero en medio de la hoguera. Adega se cubrió el rostro horrorizada. Los balidos se levantaron de entre las llamas, prolongados, dolorosos, penetrantes. La vieja atizaba el fuego, y con los ojos encendidos vigilaba el camino que se desenvolvía bajo la luna, blanquecino y desierto. De pronto llamó al hijo:
-Mira allí, rapaz.
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