UNA TARDE, sentada en el atrio de San Clodio, á la sombra de los viejos cipreses, Adega hilaba en su rueca, copo tras copo, el lino del último espadar. En torno suyo pacían y escarbaban las ovejas, y el mastín, echado á sus pies, se adormecía bajo el tibio halago del sol poniente que empezaba á dorar las cumbres de los montes. Avizorado de pronto, espeluznó las mutiladas orejas, incorporóse y ladró. Adega, sujetándole del cuello, miró hacia el camino en confusa espera de una ideal ventura: Miró, y las violetas de sus ojos sonrieron, aquella sonrisa de inocente arrobo tembló en sus labios y como óleo santo derramóse por su faz. El peregrino subía hacia el atrio. La morena calabaza oscilaba al extremo de su bordón y las conchas de su esclavina tenían el resplandor piadoso de antiguas oraciones. Subía despacio y con fatiga: Al andar, la guedeja penitente oscurecíale el rostro, y las cruces y las medallas de los rosarios que llevaba al cuello sonaban como un pregón misionero. Las pastora llegó corriendo y se arrodilló para besarle las manos. Quedándose hinojada sobre la yerba, murmuró:
-¡Alabado sea Dios!… ¡Cómo viene de los tojos y las zarzas!… ¡Alabado sea Dios!… ¡Cuántos trabajos pasa por los caminos!…
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