DESPERTÓSE Adega con el alba y creyó que una celeste albura circundaba la puerta del establo abierta sobre un fondo de prados húmedos que parecían cristalinos bajo la helada. El peregrino había desaparecido, y sólo quedaba el santo hoyo de su cuerpo en la montaña de heno. Adega se levantó suspirando y acudió al umbral donde estaba echado el mastín. En el cielo lívido del amanecer aún temblaban algunas estrellas mortecinas. Cantaban los gallos de la aldea, y por el camino real cruzaba un rebaño de cabras conducido por dos rabadanes á caballo. Llovía queda, quedamente, y en los montes lejanos, en los montes color de amatista, blanqueaba la nieve. Adega se enjugó los ojos llenos de lágrimas, para mejor contemplar al peregrino que subía la cuesta amarillenta y barcina de un sendero trillado por los rebaños y los zuecos de los pastores. Una raposa, con la cola pegada á las patas, saltó la cancela del huerto y atravesó corriendo el camino. Venía huida de la aldea. El mastín enderezó las orejas y prorrumpió en ladridos. Después salió á la carrera, olfateando con el hocico al viento. Al peregrino ya no se le veía. La ventera llamó desde el corral:
-¡Adega!… ¡Adega!…
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