ADEGA cuando iba al monte con las ovejas tendíase á la sombra de grandes peñascales, y pasaba así horas enteras, la mirada sumida en las nubes y en infantiles éxtasis el ánima. Esperaba llena de fe ingenua que la azul inmensidad se rasgase dejándole entrever la Gloria. Sin conciencia del tiempo, perdida en la niebla de este ensueño, sentía pasar sobre su rostro el aliento encendido del milagro. ¡Y el milagro acaeció!… Un anochecer de verano Adega llegó á la venta jadeante, transfigurada la faz. Misteriosa llama temblaba en la azulada flor de sus pupilas, su boca de niña melancólica se entreabría sonriente, y sobre su rostro derramábase, como óleo santo, mística alegría. No acertaba con las palabras, el corazón batía en el pecho cual azorada paloma. ¡Las nubes habíanse desgarrado, y el Cielo apareciera ante sus ojos, sus indignos ojos que la tierra había de comer! Hablaba postrada en tierra, con trémulo labio y frases ardientes. Por sus mejillas corría el llanto. ¡Ella, tan humilde, había gozado favor tan extremado! Abrasada por la ola de la gracia, besaba el polvo con besos apasionados y crepitantes, como esposa enamorada que besa al esposo.
La visión de la pastora puso pasmo en todos los corazones, y fué caso de edificación en el lugar. Solamente el hijo de la ventera, que había andado por luengas tierras, osó negar el milagro. Las mujerucas de la aldea augurábanle un castigo ejemplar. Adega, cada vez más silenciosa, parecía vivir en perpetuo ensueño. Eran muchos los que la tenían en olor de saludadora. Al verla desde lejos, cuando iba por yerba al prado ó con grano al molino, las gentes que trabajaban los campos dejaban la labor y pausadamente venían á esperarla en el lindar de la vereda. Las preguntas que le dirigían eran de un candor milenario. Con los rostros resplandecientes de fe, en medio de murmullos piadosos, los aldeanos pedían nuevas de sus difuntos: Parecíales que si gozaban de la bienaventuranza, se habrían mostrado á la pastora, que al cabo era de la misma feligresía. Adega bajaba los ojos vergonzosa. Ella tan sólo había visto á Dios Nuestro Señor, con aquella su barba nevada y solemne, los ojos de dulcísimo mirar y la frente circundada de luz. Oyendo á la pastora las mujeres se hacían cruces y los abuelos de blancas guedejas la bendecían con amor.
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