De pronto Augusta se incorporó sobresaltada. Una mano en cuyos dedos blancos brillaban las sortijas, alzaba el cortinaje que caía en majestuosos pliegues sobre la puerta del salón. Augusta se inclinó para recoger el libro que yacía al pie del diván: helada y prudente, murmuró en voz baja:
-¡Ahí está mi hija! Arréglate el bigote.
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