PERSONAJES OCTAVIA PEDRO SABEL DOÑA SOLEDAD EL PADRE ROJAS EL DOCTOR LA NIÑA MARÍA ANTONIA EL MARIDO
(UNA CASA nueva, con persianas verdes que cuelgan por encima del balconaje de hierro florido, pintado de oro y negro con un lujo funerario, bárbaro y catalán. La fachada, blanca de cal, brilla bajo el sol, hasta cegar, y un organillo, que custodian dos pícaros con calzones de odalisca, desgrana su música, y la música es chillona e irritante como la luz del sol en la fachada blanca de la casa y en la tapia azul del solar. De tiempo en tiempo, en uno o en otro balcón, alzando apenas la persiana, asoman mujeres en chambra con el pelo mal recogido. Un coche de alquiler llega trompicando por la calle polvorienta y se detiene ante el portal de la casa. Una dama pálida y con los ojos asustados, se apea y entra presurosa. Cegada por la luz de la calle y por las lágrimas, sube la escalera. En lo más alto se detiene y llama. Mientras espera, apoya la cabeza en la puerta, sobre el rótulo de esmalte blanco y azul que pone en su frente una suave frescura. El rótulo dice:-ESTUDIO DE PEDRO PONDAL.- Se oyen pasos. Acaban de abrir. En el umbral de la puerta está una vieja criada. La dama entra sin hablar, ahogada por los sollozos y encendida de vergüenza bajo la mirada compasiva y severa de aquella vieja aldeana vestida de estameña, que tiene el pelo cenizo y la tez de pan centeno, sana y bermeja. La afligida señora se llama Octavia Goldoni: Es de origen italiano, hija de un pintor florentino, casado con una devota española. El nombre de la criada es sencillo y arcaico, con un perfume de aldea bíblica: Se llama Sabel. Para evitarse atisbos la vieja cierra de un portazo, mientras la dama sigue adelante por el corredor de cristales cegador de blancura y aromado de albahaca. En el umbral del estudio se detiene alzando apenas la cortina: Una cortina de damasco carmesí partida por franjas de tapiz, donde en roeles de oro y seda están los milagros de Santa Clara. El bordado prolijo y devoto, de toda una comunidad de monjas, cuando alboreaba el siglo XV. Se oye la voz de la dama tímida y empañada en lágrimas.)
OCTAVIA.- ¡Pedro!
SABEL.- No está.
OCTAVIA.- ¡Dios mío! ¡Dios mío!
SABEL.- Puede esperarle.
OCTAVIA.- ¿Usted es su criada, Sabel?
SABEL.- Sí, señora.
OCTAVIA.- ¿Usted no me conoce?
SABEL.- Si no es para servirla.
OCTAVIA.- ¿Nunca ha oído hablar de mí?
SABEL.- Soy una criada, señorita.
OCTAVIA.- Pero usted le quiere como a un hijo.
SABEL.- Así le quiero. Mas esta ley que le tengo no me hace su igual.
(OCTAVIA comprende que la vieja finge desconocerla, con esa buena crianza lugareña y castiza que resplandecía en las dueñas antiguas. Después de un momento interroga.)
OCTAVIA.- ¿Tardará mucho, señora Sabel?
SABEL.- Lo mismo puede aparecerse en la hora que hablamos, como no ser visto en todo el santo día.
OCTAVIA Si tarda no podré esperarle. ¡Y era preciso que le hablase!. ¿Aquí no entrará nadie?
SABEL.- Como estas manos negras no abran la puerta. Solamente que se volviere hormiga.
OCTAVIA.- Si tarda le dejaré escrita una carta.
SABEL.- Eso a su parecer.
(LA VIEJA criada deja caer las palabras con un gesto vago, y la dama queda en larga meditación. Se oye, espiritualizado por la distancia, el sollozo de la fuente en el patio, y el canto montañés de un aguador. Octavia, se estremece de pronto.)
OCTAVIA.- ¡Dios mío, no viene! ¡No viene!
SABEL.- Puede dejarle escrito lo que sea.
OCTAVIA.- ¡No puedo, no! La pena que siento es imposible de decir. ¿Señora Sabel, no sabría usted dónde buscarle?
SABEL.- ¡Ay, señorita, nunca oyó el cuento de aquel que guardó la aguja en el pajar? ¡Este Madrid de las Españas, es grande como medio mundo!
OCTAVIA.- Mientras pueda esperarle le esperaré. ¡Dios mío, haz que no tarde!
SABEL.- Mi verdad, que no alcanzo por cuál se hacen estas villas tan grandes, si no es para la condenación de cuantos viven en ellas. ¡Como estuviéramos en la aldea nuestra, ya sabría yo donde le encontrar, así se hubiera ido por los pinares! Con solo preguntar, ya darían razón. Mas aquí los cristianos se desconocen como si no estuvieren bautizados, y fuesen todos moros. La puerta que se abre al pie de la nuestra, no sabemos de quién es. ¡Sólo son buenas para el pecado estas villas tan disformes!
(OCTAVIA calla, adivina una censura en las últimas palabras de la vieja, ingenuas y sencillas como el alma de las aldeas. Después de un momento levanta los ojos, guarnecidos de un cerco amoratado que los hace más profundos, y mira fijamente el rostro arrugado de aquella criada familiar y campesina, que tiene el color saludable del pan centeno, y las palabras veraces, y una escalinata de arrugas en la frente como las imágenes de Santa Ana. Octavia habla dominándose, y su voz, que tiene un ronco temblor, a la vez suena tímida y desesperada.)
OCTAVIA.- Al entrar aquí, he comprendido que usted no me quería. Usted me ha conocido y no quiso decírmelo.Yo, sin embargo, la quiero a usted, porque es una buena mujer llena de lealtad, y por eso en esta angustia tan grande, voy á confiarme á usted, señora Sabel.
SABEL.- ¡Verla llegar, ya se me maginó alguna desgracia, Divino Señor!
OCTAVIA.- ¡He sido vendida! ¡Me han robado todas las cartas, para entregárselas á mi marido!
SABEL.- ¿Las cartas de mi señorito? ¿Y le vendrá algún mal?
OCTAVIA.- No, á él no le vendrá daño ninguno. ¡Yo lo sufriré sola!
SABEL.- ¡Hágalo así Dios Nuestro Señor! El sufrir de las mujeres se anega en lágrimas, mas el de los hombres se anega en sangre. ¿Está bien cierta de que no le vendrá mal ninguno?.
OCTAVIA.- Ninguno. Mi marido venga en mí todo su rencor. Me encerrará en un convento lejos de mi hija, y lejos de todo cuanto quiero. He venido para verle por última vez. Creo que me han seguido, porque son tan cobardes, que buscan más pruebas para su venganza. Pero qué me importa ya todo si me privan de su amor. ¡Y él, sin verme, acabará por olvidarme!
SABEL.- Se creían felices y cátelo todo descubierto. Por algo dicen que el tesoro y el pecado, nunca lo cuentes bien soterrado.
OCTAVIA.- ¡No sabe nada, y estoy temblando que vaya a mi casa, como otras veces!
SABEL.- ¿Y no tuvo manera de ponerle al cabo?
OCTAVIA.- Yo venía á decírselo.
SABEL.- Más valiera que en el balcón de su casa hubiérale esperado, para anunciarle por señas que no entrase.
OCTAVIA.- Mi casa es una cárcel. Para escaparme y venir aquí estuve todo el día acechando el momento.
SABEL.- ¿Pero la echarán de menos?
OCTAVIA.- Y me habrán seguido también.
SABEL.- ¡Divino Jesús, y cuando vuelva!.
OCTAVIA.- No sé. No quiero pensarlo.
SABEL.- ¡Válate San Pedro, y no saber dónde encontrarle!.
OCTAVIA.- ¡Si tuviera que irme sin haberle visto!
SABEL.- Usted se queda aquí, que yo voy a ponerme en la puerta de su casa, para evitar una desgracia.
OCTAVIA.- ¡Si no viniese!
SABEL.- Algo le anunciará su corazón.
(LA VIEJA se levanta y sale. Octavia, al quedar sola, se retuerce las manos y mira en torno suyo con ojos desesperados. Llora convulsa, sin intentar dominarse, hasta que la criada aparece en la puerta, tocándose con un pañuelo de encendidas rosas, que contrasta con su rostro lleno de arrugas y su cabello ceniciento.)
OCTAVIA.- ¡Si no le viese más! ¡Si no le viese más!
SABEL.- No se desconsuele, criatura, que todo tiene su remedio en este mundo si no es la muerte. Yo voy á cumplir lo que le dije. Siéntese al pie de aquella vidriera, y le verá venir. Y no abra a ningún nacido si no es a él.
(SABEL, mientras habla, arrima a la vidriera un sitial gótico de talla dorada y velludo carmesí. La dama sonríe al verlo, y se levanta con lánguido movimiento; pero antes de llegar á sentarse, la vieja ve asomar al que esperan.)
SABEL.- Ya le tenemos aquí.
OCTAVIA.- ¡Dios mío! ¡Dios mío!
SABEL.- ¡Válame San Pedro! ¡Así son todas las madamas!. ¡Estaba esperándole con tan grande afán y ahora se aflige viéndole llegar!
OCTAVIA.- ¡Qué ajeno de que va a encontrarme aquí, para decirle adiós por última vez!
SABEL.- Oiga sus pasos en la escalera.
OCTAVIA.- Ábrale antes de que llame, señora Sabel.
SABEL.- Él tiene su llave para entrar.
(LA VIEJA sale del estudio por un postigo chato, como de sacristía, que hay en un testero. Octavia queda sola un momento, en pie, vueltos los ojos hacia la puerta, con dos lágrimas trasparentes como dos gotas de cristal, rodando muy lentas por las mejillas pálidas. Entra Pedro Pondal. Tiene el aspecto infantil, lleno de timidez, y el rostro pálido orlado de una barba naciente. La frente es más altiva que despejada, los ojos más ensoñadores que brillantes. Su cabeza prematuramente pensativa, parece inclinarse impregnada de una tristeza misteriosa y lejana. Su mirar melancólico es el mirar de esos adolescentes que, en medio de una gran ignorancia de la vida, parecen tener como la visión de todos los dolores y de todas las miserias. Hay algo en aquel mozo que recuerda el retrato que pintó de sí mismo, Rafael de Sanzio.)
OCTAVIA.- ¡Mi amor querido!
PEDRO.- ¿Tú aquí? ¿Alguna desgracia?
OCTAVIA.- ¡Todo ha sido descubierto!
PEDRO.- ¿Lo sabe tu marido?
OCTAVIA.- Sí.
PEDRO.- ¿Quién ha podido decírselo?
OCTAVIA.- Sospechaba hace mucho tiempo.
PEDRO.- ¡Si era ayer todavía cuando me abrazaba sonriendo!
OCTAVIA.- Disimula mejor que nosotros. Cuando te abrazaba ya tenía tus cartas, y hubiera podido repetirlas de memoria, entre borbotones de rabia, como hizo conmigo. ¡Se ha pasado días enteros leyéndolas!
PEDRO.- ¡Y no me ahogó entre sus brazos!
OCTAVIA.- Esperaba sorprendernos y tener más pruebas para su venganza.
PEDRO.- ¡Pero ese hombre es un miserable!
OCTAVIA.- ¡Y tú, niño mío, tenías remordimientos por engañarle!
PEDRO.- Es incomprensible, pero yo le quería, y me sentía ahogado por la mentira. Ya no podía seguir fingiendo. ¡No llores! ¡No llores, mi Octavia! Yo al saber que todo se ha descubierto, siento como una liberación.
OCTAVIA.- Pero tú no piensas en que tendremos que separarnos. Tú no piensas en que nuestra felicidad se hizo imposible al descubrirse nuestro secreto… Para venir aquí, he tenido que escaparme de mi casa como de una cárcel. Pedro, amor mío, acaso es la última vez que nos vemos.
PEDRO.- Tu marido no tiene ningún derecho á tiranizarte.
OCTAVIA.- Si, sí. Tiene derecho porque es mi marido, y porque nosotros le engañamos.
PEDRO.- Ahora ya no le engañamos, ya lo sabe todo. La verdad se le impone, puesto que tú no le quieres. ¿Qué puede hacer? ¿Matarnos?
OCTAVIA.- No nos matará.
PEDRO.- Entonces tendrá que resignarse.
OCTAVIA.- Se vengará separándonos.
PEDRO.- ¿Y serás tú la que se resigne?.
OCTAVIA.- Me encerrará. Sé que al volver a mi casa, entro en una cárcel y que renuncio a verte para toda mi vida.
PEDRO.- Si nuestro amor ha de ser algo noble, es preciso que sea mayor que nuestras artes de disimulo y nuestras mentiras cuando engañábamos á tu marido. Octavia, tú no vuelves á tu casa.
(OCTAVIA le mira con los ojos suplicantes, al mismo tiempo que una sonrisa feliz tiembla en la rosa pálida de su boca.)
OCTAVIA.- Ya sabes que no tengo derecho para hacer eso. Si lo tuviera, no habría esperado tanto tiempo.
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