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CAPÍTULO XVIII

Las señoras de San Vicente aún iban por la escalera. La Torre-Mellada se sostenía en el brazo de su doncella. Ahora la rezagada era Feliche. Creía oír el gimoteo de los huérfanos y recordaba al Don Fermín. ¡Un santo de malas ideas! Se encendió con repentina luz. Era una obligación de conciencia velar por aquellas criaturas. La madre parecía una mujer abominable. ¡Qué olor de aguardiente! El desamparo de los huérfanos le oprimía el corazón; los veía, pelones y mocosos, pasar ante ella, las cuatro cabezas asustadas y compungidas. Al Don Fermín que los empujaba fuera de la alcoba le brillaban los anteojos. ¡Qué horrible rito el de la despedida al padre moribundo! ¡Y todo aquel trastorno por una broma criminal! El Don Fermín, con sus anteojos llenos de reflejos, no era el médico como ella había supuesto. ¡Qué absurdo! ¡Un santo de malas ideas!
¡Todo era absurdo! ¡Aquella broma criminal! ¡La muerte de aquel desgraciado! Nacemos para sufrir; solamente así la vida podía tener sentido. ¡Solamente así! ¡Un dolor, un continuo dolor!… Abrazarse con su cruz y esperar el castigo de los culpables. Feliche se angustiaba. ¡Y para que la vida no fuese un absurdo, el castigo no podía faltar! ¡Y se sintió toda sacudida por la obligación familiar, el latido de la sangre que obliga al amor!