El sol se levantaba sobre los montes. Había un prado que parecía de esmeralda y un bosque negro, con las ramas sin hojas, inmóviles, destacándose sobre el oro de la luz, como dibujadas con tinta china. El carro rodaba por la carretera, lento y bamboleante. Sólo conducía á las mujeres, pues el soldado enfermo también se había quedado con la partida. Eladia mecía al niño, la monja miraba al camino y el contrabandista, sentado entre las varas, con el vaivén, se adormilaba. La Madre Isabel, de tiempo en tiempo, separaba los ojos del camino y se recogía en si misma. Hojeaba su libro de oraciones, leía algunas palabras y miraba una estampa de la Virgen y el Niño. Era copia de un cuadro italiano, y tenía para la monja el encanto inocente de sus viejos rosales conventuales. La monja sentía venir de aquella estampa el aroma campesino del Evangelio. Lo sentía en la manzana que el Niño alzaba como en juego 3^ en el copo de lino que hilaba la Virgen María.
Otras veces, la Madre Isabel miraba los campos tendidos bajo el oro de la luz, y suspiraba pensando en la guerra. Recordaba el ardimiento de aquellos aldeanos que acechaban el paso de las tropas republicanas. Era un pueblo de cruzados que luchaba por la fe. Y, sin embargo, cuando iban á morir y á dar la muerte, no entraban en si mismos, no sentían el alma toda en temblor ante el misterio de la eterna justicia. ¿Era así la guerra? ¡Un olvido de la vida y del fin! ¡Un resplandor que calcina todos los pensamientos! ¡Un resoplar y un golpear de fragua que enrojece las almas y las bate como el hierro! De aquellos aldeanos ocultos en los breñales, y prontos á caer sobre el camino, nadie podría decir cuáles eran los que llevaban consigo la muerte. Estaba ya con ellos y ninguno la sentía.
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