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CAPÍTULO IX

El Mariscal de Campo Don Enrique España había entrado en la antigua villa agramontesa como en un campamento de moros, desplegadas las banderas, sonantes los tambores, la soldadesca hambrienta y desmandada, soberana y soberbia. Los sargentos veteranos jaleaban á bisoños que, por cobrar fama, se mostraban audaces y rompían filas, entrándose á las casas, abrazando á las mozas, sacando afuera las herradas llenas de vino… Por castigar á la villa de su claro abolengo legitimista, el anciano general asentó sus cuarteles en un convento de monjas y mandó clavar la campana que anunciaba los rezos. Solamente días después, al terminar un agasajo de chocolate y confituras, le venció el ruego de las monjas, y con galantería de viejo gentilhombre dejó aquel alojamiento para trasladarse al palacio de Redín.
La Condesa, dama en otro tiempo muy famosa por sus ideas liberales, hacía muchos años que llevaba vida retirada entre aquellos muros, sin pisar jamás la calle. Era una anciana de gran talento y de extraordinaria energía, con una vanidad un poco rancia por su belleza pasada, por su literatura epistolar y por la gloria del general Redín. Al conocer el triunfo de las armas liberales, habíase calado los espejuelos de concha, y requerido la pluma para ofrecer su palacio al vencedor de las partidas carlistas reunidas en Otaín. En la carta, muy larga y de letra ya temblona, hacía recuerdo de su luto y de su soledad, con una melancolía que evocaba el buen tiempo de los rizos cayendo sobre las mejillas y de las camelias en los corpiños. Consagraba un suspiro á los días felices, aquellos cuando aún la muerte no había segado la hermosa vida de su inolvidable esposo el Capitán General de los Ejércitos Don Francisco de Redín y Espoz, Conde de Redín y Marqués de los Arapiles. ¡El héroe nacional en la gran epopeya de la guerra contra Bonaparte!