Un jardín y en el fondo un palacio: El jardín y el palacio tienen esa vejez señorial y melancólica de los lugares por donde en otro tiempo pasó la vida amable de la galantería y del amor. Sentado en la escalinata, donde verdea el musgo, un zagal de pocos años amaestra con los sones de su flauta, una nidada de mirlos prisionera en rústica jaula de cañas. Aquel niño de fabla casi visigótica y ojos de cabra triscadora, con su sayo de estameña y sus guedejas trasquiladas sobre la frente por tonsura casi monacal, parece el hijo de un antiguo siervo de la gleba. La dama pálida y triste, que vive retirada en el palacio, le llama con lánguido capricho Florisel. Por la húmeda avenida de cipreses aparece una vieja de aldea: Tiene los cabellos blancos, los ojos conqueridores y la color bermeja. El manteo, de paño sedán, que sólo luce en las fiestas, lo trae doblado con primor y puesto como una birreta sobre la cofia blanca: Se llama Madre Cruces.
LA MADRE CRUCES:¿Estás adeprendiéndole la lección á los mirlos?
FLORISEL:Ya la tienen adeprendida.
LA MADRE CRUCES:¿Cuántos son?
FLORISEL:Agora son tres. La señora mi ama echó á volar el que mejor cantaba. Gusto que tiene de verlos libres por los aires.
LA MADRE CRUCES:¡Para eso es la señora! ¿Y cómo está de sus males?
FLORISEL:¡Siempre suspirando! ¡Agora la he visto pasar por aquella vereda cogiendo rosas!
LA MADRE CRUCES:Solamente por saludar á esa reina he venido al palacio. A encontrarla voy. ¿Por dónde dices que la has visto pasar?
FLORISEL:Por allí abajo.
La Madre Cruces se aleja en busca de la señora, y torna á requerir su flauta Florisel. El sol otoñal y matinal deja un reflejo dorado entre el verde sombrío, casi negro, de los árboles venerables. Los castaños y los cipreses que cuentan la edad del palacio. La Quemada y Minguiña, dos mujerucas mendigas, asoman en la puerta del jardín, una puerta de arco que tiene, labrados en la piedra sobre la cornisa, cuatro escudos con las armas de cuatro linajes diferentes. Los linajes del fundador, noble por todos sus abuelos. Las dos mendigas asoman medrosas.
LA QUEMADA:¡A la santa paz de Dios Nuestro Señor!
MINGUIÑA:¡Ave María Purísima!
LA QUEMADA:¡Todas las veces que vine á esta puerta, todas, me han socorrido!
MINGUIÑA:¡Dicen que es casa de mucha caridad!
LA QUEMADA:No se ve á nadie.
MINGUIÑA:¿Por qué no entramos?
LA QUEMADA:¡Y si están sueltos los perros!
MINGUIÑA:¿Tienen perros?
LA QUEMADA:Tienen dos, y un lobicán muy fiero.
FLORISEL:¡Santos y buenos días! ¿Qué deseaban?
LA QUEMADA:Venimos á la limosna. ¿Tú agora sirves aquí? Buena casa has encontrado. En los palacios del Rey no estarías mejor.
FLORISEL:¡Eso dícenme todos!
LA QUEMADA:Pues no te engañan.
FLORISEL:¡Por sabido que no!
MINGUIÑA:¡Tal acomodo quisiera yo para un nieto que tengo!
FLORISEL:No todos sirven para esta casa. Lo primero que hace falta es muy bien saludar.
MINGUIÑA:Mi nieto es pobre, pero como enseñado lo está.
FLORISEL:Y hace falta lavarse la cara casi que todos los días.
MINGUIÑA:En un caso también sabría dar gusto.
FLORISEL:Y dentro del palacio tener siempre la montera quitada, aun cuando la señora no se halle presente, y no meter ruido con las madreñas ni silbar por divertimiento, salvo que no sea á los mirlos.
LA QUEMADA:¿Tú aquí sirves por el vestido?
FLORISEL:Por el vestido y por la soldada. Gano media onza cada año, y á cuenta ya tengo recibido los dineros para mercar esta flauta. ¿Vostedes es la primera vez que vienen á la limosna?
LA QUEMADA:¡Yo hace muchos años!
MINGUIÑA:Yo es la primera vez. Nunca creí verme en tanta necesidad. Fuí criada con el regalo de una reina, y agora no me queda otro triste remedio que andar por las puertas. Un hijo tenía, luz de mi tristes ojos, amparo de mis años, y murió en el servicio del Rey, adonde fué por un rico.
FLORISEL:¿Y vienen de muy lejos?
MINGUIÑA:De San Clemente de Bradomín.
LA QUEMADA:¡Todo por monte!
FLORISEL:Ya sé dónde queda. Allí tiene un palacio el más grande caballero de estos contornos.
MINGUIÑA:¡También es puerta aquella de mucha caridad! Agora poco hace, llegó el señor mi Marqués, al cabo de muchos años. Dicen que viene para hacer una nueva guerra por el Rey Don Carlos, á quien le robaron la corona cuando los franceses.
LA QUEMADA:Aquél murió. El de agora es un hijo.
MINGUIÑA:Hijo ó nieto, es de aquella sangre real.
En la puerta del jardín asoma una hueste de mendigos. Patriarcas haraposos, mujeres escuálidas, mozos lisiados. Racimo de gusanos que se arrastra por el polvo de los caminos y se desgrana en los mercados y feriales de las villas salmodiando cuitas y padrenuestros, caravana que descansa al pie de los cruceros, y recuenta la limosna de mazorcas y mendrugos de borona, á la sombra de los valladares floridos donde cantan los pájaros del cielo á quienes da nido y pan Dios Nuestro Señor. En todos los casales los conocen, y ellos conocen todas las puertas de caridad. Son siempre los mismos: El Manco de Gondar; el Tullido de Céltigos; Paula la Reina, que da de mamar á un niño; la Inocente de Brandeso; Dominga de Gómez; el señor Amaro, el señor Cidrán el Morcego y la mujer del Morcego. Llegan por el camino aldeano, fragante y riente bajo el sol matinal.
EL MANCO DE GONDAR:Rapaz, avisa en la cocina que está aquí el manco de Gondar, que viene por la limosna.
EL TULLIDO DE CELTIGOS:Y el tullido de Céltigos.
FLORISEL:Tiene dicho Doña Malvina, el ama de llaves, que esperen á reunirse todos.
EL MANCO DE GONDAR:Dile que tenemos de recorrer otras puertas.
EL TULLIDO DE CELTIGOS:No basta una sola para llenar las alforjas.
EL MORCEGO:Los ricos, como no pasan trabajos.
LA MUJER DEL MORCEGO:Padre nuestro, que estáis en los cielos.
Por un sendero del jardín aparece la Señora del palacio, que viene cogiendo rosas. A su lado la Madre Cruces habla conqueridora, y la dama suspira con desmayo. Es una figura pálida y blanca, con aquel encanto de melancolía que los amores muertos ponen en los ojos y en la sonrisa de algunas mujeres.
LA MADRE CRUCES: ¡Y cómo me place ver á mi señora con las colores de una rosa!
LA DAMA:De una rosa sin color, Madre Cruces.
LA MADRE CRUCES:Y todavía no la dije algo que habrá de alegrarla. ¡Esperando que me preguntase!
LA DAMA:¡Sin preguntarte lo sé!
LA MADRE CRUCES:¿Que lo sabe?
LA DAMA:¡Ojalá pudiera equivocarme!
LA MADRE CRUCES:No es cosa para que suspire. Son nuevas de un caballero muy galán.
Viendo llegar á la Señora la hueste de mendigos, que derramada por la escalinata espera la limosna, se incorpora y junta con un murmullo de bendiciones. En el sendero la dama se detiene para oir á la vieja conqueridora, y torna á suspirar. Sus ojos tienen esa dulzura sentimental que dejan los recuerdos cuando son removidos, una vaga nostalgia de lágrimas y sonrisas, algo como el aroma de esas flores marchitas que guardan los enamorados.
LA QUEMADA:Aquí está la señora.
MINGUIÑA:¡Bendígala Dios!
PAULA:Y le dé la recompensa de tanto bien como hace á los pobres.
EL TULLIDO DE CELTIGOS:¡Parece una reina!
LA QUEMADA:¡Parece una santa del cielo!
MINGUIÑA:¡Es la misma Nuestra Señora de los Ojos Grandes que está en Céltigos!
LA DAMA:¿Cómo sigue tu marido, Liberata?
LA QUEMADA:¡Siempre lo mismo, mi señora! ¡Siempre lo mismo!
LA DAMA:¿Es tuyo ese niño, Paula?
PAULA:No, mi señora. Era de una curmana que se ha muerto. Tres ha dejado la pobre: éste es el más pequeño.
LA DAMA:¿Y tú lo has recogido?
PAULA:La madre me lo recomendó al morir.
LA DAMA:¿Y qué es de los otros dos?
PAULA:Por esos caminos andan. El uno tiene siete años, el otro nueve. Pena da mirarlos desnudos como ángeles del cielo.
LA DAMA:Vuelve mañana, y pregunta por Doña Malvina.
PAULA:¡Gracias, mi señora! ¡Mi gran señora! ¡La pobre madre se lo agradecerá en el cielo!
LA DAMA:Y á los otros pequeños tráelos también contigo.
PAULA:Los otros, mañana no sé dónde poder hallarlos.
EL SEÑOR CIDRAN:Los otros, aunque cativo, también tienen amparo. Los ha recogido Bárbara la Prisca, una viuda lavandera que también á mí me tiene recogido.
LA DAMA:¡Pobre mujer!
LA MADRE CRUCES:Bárbara la Prisca casó con un sobrino de mi difunto. ¡Es una santa de Dios!
LA DAMA:La conozco, Madre Cruces.
Seguida de la vieja conqueridora la Señora del palacio se aleja lentamente, y á los pocos pasos, suspirando con fatiga, se sienta á la sombra de los rosales, en un banco de piedra cubierto de hojas secas. En frente se abre la puerta del laberinto misterioso y verde. Sobre la clave del arco se alzan dos quimeras manchadas de musgo y un sendero sombrío, un solo sendero, ondula entre los mirtos. Muy lejano, se oye el canto de los mirlos guiados por la flauta que tañe Florisel.
LA MADRE CRUCES:Y tornando al cuento pasado. ¿Dice que sabe la nueva?
LA DAMA:¡Ojalá me equivocase! Tú traes una carta para mí, Madre Cruces.
LA MADRE CRUCES:¿Cómo lo sabe?
LA DAMA:¡No me preguntes cómo lo sé! ¡Lo sé!
LA MADRE CRUCES:¿Quién ha podido decírselo? ¡Si fué una misma cosa entregarme la carta el señor mi Marqués y ponerme en camino!
LA DAMA:No me lo ha dicho nadie. Yo lo sentí dentro del corazón, como una gran angustia, cuando te vi llegar. ¡Y no me atrevía á preguntarte!
LA MADRE CRUCES:¡Como una gran angustia! Yo presumo que el señor mi Marqués viene de tan lejanas tierras solamente por ver á mi señora.
LA DAMA:Viene porque yo le llamé, y ahora me arrepiento. A mí me basta con saber que me quiere. Temía que me hubiese olvidado y le escribí, y ahora que estoy segura de su cariño temo verle.
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