Tal como se lo había dicho el rey, la señora Glicina llegó a la orilla del río caudaloso. Pero había llegado con las carnes desgarradas, con las uñas fuera de los dedos, y apenas podía tenerse en pie. Sentose bajo la copa de un árbol y cayeron sobre ella, como alas de mariposas blancas los pétalos de un durazno en flor.
–¿Dónde estará el Durazno de las dos almendras?– exclamó.
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