Aquel trágico desfile, sin precedente en el Imperio, comenzó. Sólo el transporte de los mitimaes era comparable con este éxodo sublime. ¿Qué era el desfile de aquellos millares de vencidos que abandonaban su pueblo, cuando sus generales habían perdido las batallas y ellos tenían que obedecer las órdenes del Inca vencedor y trasladarse a otros países para siempre? ¿Qué era el dejar sus hogares amados; sus tierras fecundas, los lugares donde su niñez y su juventud se habían deslizado, y donde reposaban los huesos de sus padres, comparado con este otro éxodo?
Los mitimaes dejaban un pueblo para ir a otro, pero eran llevados por los soldados del Inca y gozaban nuevamente de tierras y de propiedades; pero ¿qué era el llorar de los más esforzados capitanes y el plañir doloroso de los niños y el trágico silencio de los viejos al dejar sus rincones amados, la dulzura de su cielo, el amor de sus árboles, para ser trasladados a un país desconocido, donde si bien encontraban el favor cariñoso de los servidores del Inca sabían en cambio que ya no volverían nunca a su pueblo lejano? ¿Qué eran esos fugaces dolores de pasar de un país a otro bajo la autoridad del Inca, comparados con este dolor inmenso de dejar para siempre el suelo amado, muerto el Inca, destruido el Imperio, sin tener en la tierra a quién dirigir sus invocaciones? Ahora el pueblo iba con sus ganados y sus riquezas en pos de una ruta desconocida, guiado solamente por la fe de sus ancianos y el amor al Curaca.
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