Cuando las sombras empezaron a hacerse transparentes y ya en la hierba brillaba el rocío, empezaron a salir en silencio todas las familias. Pronto las plazas estuvieron invadidas por los grupos que con su jefe a la cabeza esperaban las órdenes del Curaca. Entre la multitud, las vicuñas alzaban sus esbeltas cabezas inquietas; los aljos, especie de perros, merodeaban mudos, al pie de sus rebaños; tendíanse a descansar, agrupadas, las alpacas de sedosa piel, y, las llamas cimbreándose bajo el peso de las cargas, caminaban a menudos pasos entre los emigrantes. Un silencio, que apenas interrumpían entrecortados sollozos o el llanto de los niños, dominaba el pueblo. La luz empezaba a asomar. Los guaranga-camayocs dijeron que el pueblo saldría después de entonar el himno al Sol. Aquél sería el último illarimuy. La idea de dejar para siempre los lares, entristecía todos los corazones.
Preguntábanse las gentes adónde iban. Los ancianos respondían:
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