Se ve al final de esta leyenda señorear sobre las momias sepultas la serenidad; e intervienen en su desarrollo, cosas inefables e infinitas: la Fe, el Amor, el Mar, el Crepúsculo y la Muerte dueña y señora de todo lo que existe y anima.
Cuando Sumaj, con esa reposada placidez que da el descanso de una labor tenaz, cantando un airecillo dulce volvía a la ciudad, desde la tierra que le fuera acordada para su matrimonio con Inquill; declinaba el Sol. Cruzábase en el camino a cada instante con los labradores que, como él, tomaban de la faena agreste, apartábanse un poco, inclinaban la cabeza, y decíanle en tono respetuoso:
–Viracochay.
Así llegó a la ciudad y a la calle del Oro que descendiendo, estrecha y recta, iba a terminar en la plaza del Sol. Desde allí se dominaba la población, y Sumaj pudo ver un espectáculo inusitado en el Imperio. Una muchedumbre, en la cual distinguía trajes de todos los linajes, invadía la Intipampa. Algo grave debía ocurrir. Apuró el paso, y al desembocar en la plaza un clamor se elevó en todos los labios y todos los ojos se fijaron en la calle del Norte, donde apareció la figura de un chasqui, que avanzaba de prisa.
–¡Otro Chasqui! ¡Otro Chasqui!
El mensajero llegó a la plaza, abriéronle camino, y los alcahuizas lo introdujeron a la casa del Curaca. Entonces supo Sumaj que en la tarde había llegado un chasqui; que habían sido llamados precipitadamente los amautas; que, aunque los sacerdotes no habían dicho nada, en el pueblo se sabía que enemigos poderosos y extraños habían invadido el Imperio; que eran hombres raros, hijos del mar y del demonio; que la profecía de Huaina Cápac iba a cumplirse; que el bastardo Atahuallpa estaba preso; que los invasores habían asesinado al Inca Huáscar, saqueando el Cuzco y llevándose los tesoros del templo y los palacios; que sabiendo que allí, en la ciudad, los había, iban a invadirla y asolarla.
Sumaj entró en la casa del Curaca, entre las filas de alcahuizas. El noble joven presentía un peligro inmediato e inexorable. En la plaza la inquietud aumentaba. A gritos se comentaban sucesos inverosímiles. Creían algunos que la invasión de los extranjeros era encabezada por el mismo Atahuallpa, el bastardo, que había llamado en su auxilio a los hijos del diablo, para vencer a su hermano Huáscar. Se contaban anécdotas de sus infernales planes. Se recordaba que el demonio lo había convertido en culebra para que escapara de su prisión en Tumeypampa, donde fuera vencido por los ejércitos de su hermano. Algunos empezaron a llamar al Curaca a grandes voces y crecía el clamoreo de la muchedumbre cuando surgió otro grito que heló la sangre y paralizó toda acción:
–¡Otro Chasqui! ¡Otro Chasqui!
El mensajero, en lo alto de la calle del Chinchaysuyo, venía con los brazos extendidos y pronto sus lamentaciones cayeron como rayos en el pueblo reunido.
–¡Desgracia! ¡Desgracia! ¡Desgracia!
Entonces la confusión fue espantosa. Atropellábanse las gentes, corrían unos a sus casas, llamábanse otros a grandes voces, las muchedumbre se mecía como una inmensa ola y un sordo clamor, mezclado de gritos, lamentaciones y llanto invadió la plaza. Quejábanse las mujeres con sus niños atados a la espalda, nombraban los padres a los hijos, buscábanse a la distancia en la confusión, y nadie podía salir de aquel laberinto sonoro. Las espantadas gentes sólo pronunciaban, pálidas y transformadas por el terror, una sola frase:
–Los hijos de Supay. Los extranjeros.
En ese instante salieron de la casa del Curaca los Amautas, y hablaron al pueblo desde la escalinata del edificio. Un silencio trágico invadió el ambiente y entonces el Tucuiricuc, el mensajero del Inca, que visitaba ocasionalmente aquel ayllo, dijo:
–Hijos del Sol, el Imperio está en peligro. Se ha cumplido el oráculo. La ciudad sagrada ha sido destruida por los extranjeros. El Inca, el padre de los hombres, el hijo del Sol, ha sido asesinado, por los hijos de Supay.
No pudo continuar. Un sordo clamor se elevó al cielo. Gritos de dolor salieron de todas las bocas. Arrojábanse al suelo las mujeres y lloraban desesperadamente. Mesábanse los cabellos, maldecían a los extranjeros y por un largo espacio de tiempo sólo se oyó el enorme sollozo de aquella multitud que se sentía herida por las extrañas fuerzas de un destino adverso. El Tucuiricuc continuó:
–Ya no tenemos Inca. Es preciso buscar el amparo del Sol. Los enemigos vienen. Llegarán pronto. Preparad vuestros menesteres y esperad las órdenes del Curaca y del Consejo.
Entonces descendieron los camayocs y con gran trabajo dispusieron que cada grupo volviera a su barrio. Dieron órdenes, y cuando el Sol se ocultó, la plaza del Inti se encontraba desierta. Aquel día no ardieron los mecheros, la sombra invadió toda la ciudad y sólo se veía cruzar a ratos a mensajeros de prisa, a soldados, y a uno que otro noble. Sólo en la cúspide del cerro sagrado que dominaba el pueblo ardieron fogatas y se hicieron sacrificios que oficiaban los sacerdotes. Algunos mozos y muchas vírgenes, mujeres de la nobleza, se habían enterrado vivas para acompañar al Inca en su viaje y servirle durante el camino. Entre ellas se habían sepultado la hija del Curaca y veinte mamacunas. En la casa del Curaca el consejo duró hasta muy tarde y a media noche salieron los jefes y hablaron a los camayocs. Habían acordado pedir auxilio al Sol. Era necesario ir adonde el Sol y abandonar el pueblo. Debían llevar consigo todas sus riquezas y ganados; sus trajes y sus utensilios. Los jefes se detenían en la puerta de la casa de cada guaranga-camayoc, daban sus órdenes y seguían su camino. Los camayocs debían ordenar cada uno sus cuarenta subordinados y tenerlos prontos para el gran viaje.
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