Page 1 of 2
3,709
91
Easy

Yo tengo miedo negro de las cosas;
las cosas en la noche tienen miedo.
Cuando voy por las calles, misteriosas
sombras no puedo atravesar, no puedo!
 
César A. Rodríguez
A Servando Gutiérrez: bienvenida.
Si yo os digo: anoche me han asaltado, me preguntaréis todos: ¿quién? A ninguno se le ocurrirá esta pregunta: ¿qué cosa? Porque no se concibe que a un hombre que va a media noche por la calle de Guadalupe, taciturno, con anteojos, rumiando una idea nueva y con un cigarrillo agonizante en los carnosos labios desencantados, le asalte una cosa, una idea, un recuerdo, un mal pensamiento. ¿Ha de asaltarte, necesariamente un bandido? No. Yo no temo a los bandidos salteadores de las calles de Lima porque no llevo nunca más dinero que ellos.
Temo a otros salteadores, a los que nos roban el precioso tesoro de las ideas. No conozco sino una diferenciación entre el Bien y el Mal; lo Perfecto y lo Imperfecto. Todo lo que hay en un cuerpo, en un organismo, en una idea o en un sentimiento, de bello, es el Bien; todo lo que hay de imperfecto es el Mal. por eso los más artistas son los más buenos. Los malos odian la Belleza.
El mal es poliforme. ¡Con cuántos trajes, con cuántos rostros, con cuántas cosas se disfraza! Es menester conocer el mal, saber cuáles y cuántas son sus trapacerías y los medios de que dispone, para evitarlo y vencerlo. Siempre el mal se ensaña en lo que más amamos, en lo más íntimo, en lo más bueno. Nuestro ángel tutelar nos ofrece siempre nuevas ideas, como una abuelita cariñosa nos ofrecía de niños un juguete o una fruta madura. Y allí está el mal para quitámosla.
Yo iba anoche por la calle de Guadalupe. Desde lejos vi la tétrica torrecilla que domina la cárcel; un farol cabeceaba como zamba vieja que rezara el rosario; un policía adormilado saludaba a invisibles personajes, recostado sobre un poste. De pronto vino a mi imaginación un cuento, la idea de un fantástico cuento cuyo protagonista era un encarcelado. Recreábame ya con la idea de llegar a mi casa y ponerlo en las carillas blancas, febrilmente, con esa vehemencia con la cual cogemos un amor nuevo y soñaba, encantado, con poner la última palabra del cuento; releerlo, con esa íntima complacencia con que, después del beso, contemplamos el rostro de la mujer que nos lo ha recibido. Mas he aquí que, pasando ya por la puerta de la cárcel, y cuando trataba yo de fijar la esencia del cuadro y aprisionar los valores sugerentes, fundamentales, de mi sensación, siento que unas como patitas finas van tras de mí. Vuelvo la cara y veo un perrillo. No un perrillo negro de ojos encendidos como es menester que sean los perrillos en los cuentos fantásticos, sino un vil perro manchado de color, ni sucio ni limpio, ni trágico ni vulgar, un perro así, ordinario, adocenado, burgués, un perro sin trascendencia metafísica y sin sugerencias espirituales. En suma, lo que puede ser un perro que pasa por la calle de Guadalupe a las dos de la mañana.
Por ser tan anodino este can me interesó. No estaba famélico porque no husmeaba ni adulaba; no estaba triste porque no se dolía; no buscaba lecho porque su cola era altiva como un airón. Era un perro subjetivo, un simple especulador de la noche, que iba apaciblemente a su casa. Un perro que, sin duda, pensaba y a quien yo con mis pasos había interrumpido en sus meditaciones, era un perro despreocupado como yo de la vida de relación.
Resolví seguirle. El perrillo pareció darse cuenta de mi propósito y apuró el paso. Volvía de vez en cuando su cabecita pequeña como un puño y que, por la forma, me parecía un corazón humano, aunque por la color blanquizca y manchada dijérase un pepino. Y seguía caminando: tac tac tac tac tac tac. Llegamos sujeto y perro a la plazoleta donde rodeados de jardines hay dos observatorios trascendentales y que yo motejo:"la plazuela del misterio" porque en uno de ellos se observa con telescopio el estrellado cielo y en el otro, con microscopio, el mundo celular. El perrillo llegó hasta el jardín sin rejas y empezó a embromarme. Indudablemente, decía yo, sugestionado por la hora, este perrillo tiene una cita y se obstina en que yo no me entere. Quería desorientarme. Ora se alejaba como insinuándome igual procedimiento. Ora hacíase el dormido como invitándome al sueño. Valíase de todos los métodos de que dispone un perro a las dos y media de la mañana para deshacerse de un transeúnte importuno, que no son los mismos medios de que se vale un transeúnte para deshacerse de un perro que, a la misma hora, le importuna. Los del perro son más asiáticos, más finos, más cortesanos y protocolares métodos.
En este punto mi narración flaquea y he de valerme de otros métodos expresivos porque la historia se complica. Recurriré a un método más breve:
2 y 30 de la mañana
El perro se oculta en un macizo decorativo del pequeño parque y ladra en la sombra. Por la esquina del Observatorio cae algo como una piedra. En el cielo la Cruz del Sur, radiante, se acerca a las copas de los árboles de la Alameda Grau.
2 y 35 de la mañana
El perro no sale. Hay un silencio tan grande que siento el ruido lejano de las estrellas que giran. Ensayo un método para que el perro surja. Si yo logro dar con su nombre (como el perro sabe que lo ignoro) se desconcertará al sentirse llamar. Tal me ocurriría si en este momento el perro me dijera entre la sombra. ¡Abrahaaaaaam!
2 y 43 de la mañana
El método de llamar al perro por su nombre es de gran eficacia. Pero ¿cómo se llamará este perro? Un perro flaco. no; flaco tampoco, metido en carnes, de color manchado, ni harto ni hambriento. "¡Capitán!" ¿Se llamará "Capitán"? Nosotros teníamos en Pisco un perro que se llamaba "Capitán". No. En estos tiempos de pangermanismo nadie le da a su perro el grado de "capitán". ¿Se llamará "Mariscal"? Lo más natural es que un perro se llame "Pipón". Pero este es perro, por su catadura, de casa de vecindad. Un perro de casa de vecindad no puede llamarse "Pipón". Si le dijera "Capulí". ¿"Capulí"? ¿Y si se llamara "Napoleón"? También pudiera llamarse "Tonguito" o "Leonel". "Leonel" es un bonito nombre. Parece un seudónimo de joven decente que escribiera mal. Si fuera un perro de señorita inglesa podría ensayar la palabra "Thim" o "Baby", pero el subfijo "my" es indispensable y este perro no puede tener subfijo.
¡El perro no sale! ¿Se ha marchado? ¡Boby! ¡Thim! ¡Napoleón! ¡Capitán! ¡Tonguito! ¡Mariscal!
3 y 7 de la mañana
¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!
3 y 12 de la mañana
La cruz del sur inclinada sobre los árboles de la alameda Grau, semeja una cruz en la portada de un cementerio abandonado.
3 y 15 de la mañana
-¿Qué hace usted aquí?
-Lo que me da la gana!
-Es que es prohibido.
-¿Es prohibido estar en una plazuela?
-Sí. Porque viene la patrulla.
-¡Qué tengo que ver yo con la patrulla! ¡Boby! ¡Napoleón! ¡Capitán!
-¿Quiénes son ésos?
-Un perro. Mi perro.
-Esos son varios perros.
-No, señor. Es un solo perro.
-Un solo perro y llamas a tres?.
-¿Qué es eso de llamas? ¿Usted sabe con quién habla?
-Sí. Con un ciudadano vago.
-¡Cachaco!
-Bueno. Vamos a la comisaría!
-¡Oh! ¡Vaya usted al demonio!
-Blanquito insolente!
-¿Blanquito yo? ¡Jajajá!.
-Da gracias que ya el mayor se fue a acostar!
-Me río en el mayor!.
4 menos un cuarto de la mañana
¡Mula! ¡Mula! ¡Putupum! ¡Pum! ¡Putupum! ¡Qué fastidio! La carreta de los muertos.
5 y 5 de la mañana
¿Dónde demonios he metido la llave?.
Y así fue como perdí el argumento de uno de mis cuentos más bellos. Anoche el Mal se había disfrazado de perro y el perro me robó mis ideas. Sin embargo cuando yo os dije anoche me han asaltado, todos me interrogásteis "¿quién?". A nadie se le ocurrió preguntarme "¿qué cosa?".
Breve historia veraz de un pericote
Que concreta en la siguiente carta al protagonista.
Muy estimado amigo:
Anoche, tres de abril de mil novecientos dieciocho, a las nueve y diez -supongo que esta fecha sea inolvidable para usted (el hecho de haberle a Ud. salvado la vida no me autoriza a hablarle de tú)- anoche, digo, por uno de esos motivos que no tiene explicación, vi a Ud. que en el fondo de la tina vacía, debatíase desesperadamente, sin poder salir. Estaba oscuro. Ud. había caído, por una inexperiencia juvenil, en aquel espacio y allí habría Ud. perecido. Yo no tenía nada que hacer en el baño. Fumaba, en mi escritorio pensando en cosas tan inconsistentes como el humo de mi cigarrillo. De pronto me levanto violentamente, voy al baño, enciendo un fósforo y veo a Ud. recorriendo, nervioso y despavorido, el fondo húmedo de la tina. El caño mal cerrado, dejaba caer con desgana, una columna de agua. Parecía la arteria de un colosal Petronio desangrándose en el baño. Tuve el impulso de abrirlo, llenar de agua la tina y ahogarlo a usted.
Ud. me miró, debe usted recordarlo, porque en su mirada inteligente parecía concretarse su alma llena de angustia brillante, llena de urgente invocación. Sólo entonces pude apreciar su estatura. Era Ud. joven como yo. Comprendí su dolor. En su mirada comprendí que me hablaba usted de su madre, de su rinconcillo obscuro y húmedo en el fondo del parquet, de su vida en flor. Si usted joven, después de verme, hubiera intentado la fuga imposible, yo le habría matado, tal vez. Pero usted al verme, se detuvo, sin tener la presunción de buscar una huida necia y puso usted en mí toda su esperanza. "Tú me puedes salvar o matar. Tengo madre. Te ruego que me salves". Así decían sus ojos, querido amigo mío.
Yo lo comprendí. ¡Qué bueno es que le comprendan a uno en la mirada! Yo no soy tan feliz como Ud., pericotito de mi corazón.
Le acechaba un peligro. Yo podía evitárselo a Ud., era usted joven. ¿Por qué no hacer este bien, el más honrado de todos puesto que nada podía esperar de Ud.? Hice coger a Ud. con la criada que se empeñaba en matarlo y yo mismo vi que le soltaran en el patio. Ud. huyó entre la sombra. Estaba Ud. salvado. Me ha procurado Ud. una satisfacción y por ello le quedo muy agradecido.
¡Si Dios fuera para mí lo que yo he sido para usted! Porque después de todo, qué soy yo, querido ratoncito de mi alma, sino un pericote inexperto en una tina vacía donde cae el agua potable del tedio por el caño semiabierto de la angustia.
De usted atento y seguro servidor
Abraham Valdelomar
Mi amigo tenía frío y yo tenía un abrigo cáscara de nuez
Para Antonio Pinilla Rambaud
Yo quiero más a los animales que a los hombres. Este amor a las bestias no es una generosidad heroica y franciscana; no. Es una simple ecuación afectiva; producto de una lógica experimental y justificada: todos mis dolores, mis íntimos dramas, la perpetua tortura de mi vida se los debo a los hombres. En cambio, los animales nunca me han hecho daño. A los diez y siete años, cuando yo era más pobre de lo que soy, tenía un amigo íntimo. Uno de esos amigos de juventud, en esa época de infancia espiritual en que uno cree en la amistad, en el afecto inmortal y en la invariable gratitud, majaderías sentimentales y poéticas de joven ingenuo que la Vida se encarga de desbaratar de un solo tajo. Aquel amigo era más infeliz y paupérrimo que yo. El era friolento. Yo tenía un abrigo. (Un lindo abrigo, cáscara de nuez con sobrecuello de terciopelo y unos botones de coco que me daba un aire de universitario provinciano, hijo de familia "pobre pero honrada". Mi amigo, que yo creí que llegaría a ser Presidente de la República y que hoy es mayor de guardias en la provincia andina de Parinacochas, (Parinacochas, capital Coracora); mi amigo tenía frío y yo tenía un abrigo cáscara de nuez. ¡Con qué íntima complacencia volví aquella noche a mi cuartito después de haberle dado mi abrigo al que más tarde sería Presidente! Por aquellos dulces días yo tenía una enamorada. Era la tal, una criatura anémica, de ojos encapotillados, pupilas color de pasa Italia, algo pecosa, más bien zamba que morena, hija de la señora del principal y mi locataria; ella solía esperarme en la puerta, con una blusa de percalina azul y un gran listón de moirée sobre los cabellos esponjosos. De aquel amor conservo una sensación de agua florida, su perfume favorito. Una tarde, día de su santo, (llamábase Blanca María y se celebraba el 12 de octubre, fecha del descubrimiento de América), le hice un obsequio: compré en la pulpería de la esquina una botella de agua florida ¡oh díez y siete años adorables, oh amor tempranero, oh zambita ingenua, anémica y pecosa que eras para mí, bella y perfecta como la Victoria de Samotracia, oh Blanca María amor primerizo, oh romántica huachafa que libaste los más ardientes, sinceros y apasionados besos primiciales en mis "carnosos labios encendidos" ¿dónde estás? ¿qué hizo de ti la Vida? ¿Has muerto? ¿Vives? Si existes aún, ¿recuerdas nuestros juramentos, mis juramentos de eterno amor? ¡Yo no te iba a olvidar nunca, yo lucharía por ti, yo sería célebre, y me iba a casar contigo!. ¡Y pensar que si en una de estas tardes, cuando tome el té en el Palais Concert, enjoyado y magnífico, rodeado de mis admiradores y prosélitos, asediado por las codiciosas pupilas femeninas y las envidiosas miradas de los hombres, pensar en que si tú te acercaras a mí, con tu blusa azul, y tu lazo de moirée en la esponjada cabellera, y me llamaras, por mi nombre yo, hombre al fin, tal vez te respondería:
–¿Quién es esta chola que me llama? ¡Qué lisura! ¡Qué se lleven de aquí a esa mondapanes que me mancha el paisaje!.
Perdona lector y déjame seguir la veraz tragedia. Digo, o decía, que el día del santo de Blanca María compré una botella de "Agua de Florida de Lanman y Kemp", la envolví en un billete perfumado (no hagamos literatura: la envolví en una carta) y en ella puse estos versos que yo encontraba dignos de la firma de Chocano o de Teobaldo Elías Corpancho, o de López Albújar, o de Hernán Velarde, los Víctor Hugos de aquel tiempo, versos que empezaban así:
Para llenar de felicidad mi alma quimérica, ebria de amor y de melancolía, el Hacedor te puso en el mundo, Blanca María, tal día como hoy en que el gran Colón descubrió la América.
 
Seguían tres cuartetos más del mismo estilo, laya y linaje, que no copio por explicable modestia y natural pudor. Para ofrecerla mi regalo, tuve el sibaritismo de querer agregar al regalo, la sorpresa y yo, que solía verla a las once de la noche, amparado por la sombra, aceché y en momento propicio me metí al patio. ¡Nunca tuviera tal refinamiento generoso! Allí estaba Blanca María: sí. Era ella pero no recuerdo qué pasó por mí. Al fin y al cabo era la primera traición que recibía en la vida; era la primera puñalada que recibía mi corazón, intacto todavía. Blanca María sollozante, con unos ojos delatadores; esos sollozos característicos de las mujeres de diez y siete años que tienen primos y que cosen para la calle, reposaba su cabecita esponjosa y zamba en el pecho de un hombre que estaba de espaldas hacia mí. Cada sollozo ¡lo recuerdo vivamente!, cada sollozo estremecía su cuerpo "desde la nuca hasta los pies" y mientras la mano derecha acariciaba el pallar de la oreja del desconocido, la izquierda abandonada pero firme, se perdía bajo el abrigo del menguado quien dicho sea en justicia, tenía unas espaldas muy comparables a las de Hércules. Agregad, piadosos y compasivos lectores, a este cuadro vivo el siguiente diálogo inconexo que escuché y dadme la razón:
Blanca María.– ¡Fum!. ¡Fum!. ¡Fum!. ¡Ay, Caquito!. ¡Fum! ¡Si me irás a hacer desgraciada!. ¡No vayas a querer abandonarme!.
Caquito.– Eso, jamás! Pero no debes hablar más con ese candelejón. ¡no llores Manita!.; ¡Estoy resuelto a todo! ¡Cuidado que te quemas con el cigarro, hija!.
Blanca María.– No importa. Ay, Dios me perdone, pero creo que hasta el infierno iría por ti! ¡Fum! ¡Fum!. Tú lo sabes demás que no lo quiero. Pero si alguna simpatía le hubiera tenido créemelo Caquito. ¡Fum!. ¡Fum!. Créemelo; se habría borrado con lo que me has contado del abrigo. ¡Jesús! ¿Cómo pueden haber hombres así? ¡Entrar a la casa de su compañero, so capa de amistad y robarle el abrigo!. ¡una prenda de vestir!. ¿Y cómo lo recuperaste? ¿lo mandaste preso? ¡Fum!. ¡Fum!. ¡Ay, Caquito, ha podido hasta matarte!. ¡Fum!. ¡Fum!. No se puede, hijo. vas a romper la cinta.
Caquito.–.X. X. Te adoro, amor mío. otro, sí! si, otro!. ¿no lo verás más? jura.X júrame. que no.
Yo no pude más. Arrojé con impetuosa violencia el paquete de "Agua Florida de Lanman y Kemp" contra los malhechores de mi felicidad. El frasco estalló sobre el empedrado del patio. Sentí chirriar la puerta de la sala, como si alguien fuese a abrirla. Pensé en la madre de Blanca María y sólo pude articular este reproche y esta condenación sincera:
–Señorita: lo del abrigo es una infamia. Es mío. Se lo he prestado. Ese es un miserable!
Ella quiso balbucir pero yo la detuve:
–¡. y usted, una miserable!
Salí como loco. Me parecía que el mundo había cambiado, que las calles eran distintas, que estaba en otra ciudad, que yo era otro. Y era otro, efectivamente, porque todos los hombres cambian después de ser traicionados por primera vez. La salida de cierta muela precisa el cambio de estado entre la juventud y la varonía. Es un gran sistema, pero puede fallar. La gran muela, la muela que nunca se equivoca, la que marca inexorable y exactamente la hora en que empezamos a ser hombres, esa muela es la primera traición que nos hace una mujer y el primer abrigo que nos roba un amigo ya sea el abrigo del cuerpo, color cáscara de nuez o el abrigo del alma, color azul de ilusión.
Al llegar a mi cuarto parecíame sentir un olor penetrante y odioso a "Agua de Florida de Lanman y Kemp".
Lima, Penúltimo estertor de 1918.
1919.
Notas
¡Fum!: expresión gráfica del sollozo. "Caquito": diminutivo amoroso de Camilo, usado por la falaz y traidora pecosa. *: asterisco, expresión gráfica del beso. X: expresión gráfica de una respiración acelerada, angustiosa y urgente
Almas prestadas
Heliodoro, el reloj, mi nuevo amigo
El señor Emilio Hilbck;
A la señora Josefa Navarrete de Hilbck;
Amigos muy distinguidos y cordiales:
El reloj en el cual quisísteis fijar la hora, para mí inolvidable y encantadora, en que nuestras almas se comprendieron, está conmigo. Ya me ha visto llorar: ya es mi amigo íntimo. Ha marcado ya las horas de mis breves, hondas, mudas y frías tragedias cotidianas: ya lo sabe todo. Es la Hostia de Eternidad -¿no es acaso como una hostia que marcara el viaje de la Vida por el Espacio y por el Tiempo?- Esta hostia de Eternidad, esta especie de oblea de Infinito, esta moneda filosófica que ponéis en mis manos para que me acompañe en la peregrinación de la tierra de igual manera que los egipcios ponían una moneda en las manos de sus seres queridos, al despedirse de la vida para que los acompañara en el viaje misterioso; este corazón, chato, cincelado y de oro que tiene sobre nuestros corazones la gran ventaja de que para hacerlo latir basta con darle cuerda; este reloj, esta pulsera y cincelada joya que me habéis obsequiado, este ser delicado, elegante, armonioso cuyo ritmo es perfecto y cuyos dos brazos que giran, se abren y se cierran, se distancian y se juntan, parecen, al ponerse horizontalmente, que nos llaman con los brazos abiertos; cuando éstos se juntan en las XII, ¿no parece, distinguida y esbelta señora y altísimo amigo, que se juntaran en una oración, como si rezaran por la vida? ¿Y cuando caen, formando ángulo hacia abajo, que lloraran, con los brazos caídos, alguna terrible desilusión? El reloj es como un hombre, amigos míos y señores; algo más, es como un hombre inteligente, discreto, muy elegante, muy laborioso, que trabaja en la tarea más elevada y más llena de filosofía:
.tac-tac. tac-tac. tac-tac.
¿Sería aventurado decir que el reloj es la voz de Dios? Y luego qué ritmo tan igual, tan ecuánime y qué lenguaje tan suave y tan de persona bien educada. Creo haberos dicho, inteligentísima señora y gentil amigo mío, que de todos los dioses del Olimpo con el único que no mantengo relación cordial es con Morfeo y de aquí que, como no todas las noches puede uno pasarlas en tan encantadora forma y en tan incomparable y grata compañía como la que yo tuve la fortuna de pasar en nuestra casa el 22, busqué quien me acompañara en mis horas de riña con el dios heleno. Los amigos no sirven para el caso, pues la mayoría de los hombres son necios y bellacos y si hay algo que me reconcilia con Morfeo son ciertos libros de versos de algunos poetas nacionales, ante cuya lectura Morfeo suele rendirse incondicionalmente. Mas, cuando esto no ocurre, cuando no tengo versos nacionales y que me quede sin dormir, el reloj es mi mejor amigo. Es mi amigo tierno que, desde el velador, echadito de espaldas, barrigoncito como un banquero yanqui, me arrulla,
.tac-tac. tac-tac. tac-tac. parece decirme:
Arrorrórrori to arrorrórrorito! Duérmete niñito por amor de Dios!.
Es pues un ser, un pequeño ser de cuerpo y alma el que me habéis obsequiado. Yo lo he bautizado con el nombre griego de Heliodoro, hija del Sol. Heliodoro y mi antigua compañera Omega, son ahora mis mejores amigos. Y cuando llegue el día en que mi propia cabeza vaya a ser la Omega de algún otro artista, Heliodoro, con esa elegante indiferencia, con esa serena majestad con que hoy me arrulla, él, Hostia de Eternidad, Oblea de Infinito, Moneda de Filosofía, Heliodoro, este corazón cincelado y de cuerda, con sus dos brazos me abrirá la Puerta del misterio, y los fijará en una de esas sesenta rayitas negras. Me entristece, solamente, la idea de no saber en cuál de ellas, siendo apenas sesenta, se fijarán un día los brazos de Heliodoro empujados por la ambigua y dudosa señora importuna que se llama la Muerte.