La comentada amistad de Evans y de Lady Alice nació en el mar, como Venus, ocho días antes de la muerte de Evans: five o'clock a bordo del Principessa Elena, en Marsella. Marinos ingleses, delgados, rubios y severos, de manos finas y largas y de dedos casi transparentes. Marinos italianos, bajos, de carrillos bermejos como manzanas; bigotes, vestidos azulinos, franjas de oro, medallas. Franceses de ojos grandes, cuerpos pesados, sin la severidad albionesa ni la grácil arrogancia italiana. Mujeres cosmopolitas. Música. Lady Alice recostada sobre el barandal de popa, mira al mar. El viento agita moderadamente su tul de seda. Al lado de la costa los buques elevan sus múltiples mástiles agudos cual bayonetas. La nave se menea con solemnidad. Lady Alice piensa en América. Fantásticamente hace surgir del horizonte nebuloso el continente de los hombres rudos. Ve los paisajes de palmeras reflejarse en la serenidad de los ríos profundos; hombres cobrizos, atléticos, cazan fieras y hacen sangrar, cuando besan, los labios de sus mujeres. Casas inmensas. En estatua colosal, una mujer extiende el brazo, coronada, y señala el camino entre el océano agitado: Nueva York. Más abajo, capitanes negros, caudillos sanguinarios, revoluciones, riqueza, campos fértiles, la mies, el trabajo, el sol ardiente y pródigo. Alice respira el vaho tibio del mar que, bajo el sol, la sensualiza. Aspira el yodo de la atmósfera. Su pecho se levanta armónicamente y su cuerpecillo vibra. Vuelve la vista sobre el barco y torna a la realidad.
La comentada amistad de Evans y de Lady Alice nació en el mar, como Venus, ocho días antes de la muerte de Evans: five o'clock a bordo del Principessa Elena, en Marsella. Marinos ingleses, delgados, rubios y severos, de manos finas y largas y de dedos casi transparentes. Marinos italianos, bajos, de carrillos bermejos como manzanas; bigotes, vestidos azulinos, franjas de oro, medallas. Franceses de ojos grandes, cuerpos pesados, sin la severidad albionesa ni la grácil arrogancia italiana. Mujeres cosmopolitas. Música. Lady Alice recostada sobre el barandal de popa, mira al mar. El viento agita moderadamente su tul de seda. Al lado de la costa los buques elevan sus múltiples mástiles agudos cual bayonetas. La nave se menea con solemnidad. Lady Alice piensa en América. Fantásticamente hace surgir del horizonte nebuloso el continente de los hombres rudos. Ve los paisajes de palmeras reflejarse en la serenidad de los ríos profundos; hombres cobrizos, atléticos, cazan fieras y hacen sangrar, cuando besan, los labios de sus mujeres. Casas inmensas. En estatua colosal, una mujer extiende el brazo, coronada, y señala el camino entre el océano agitado: Nueva York. Más abajo, capitanes negros, caudillos sanguinarios, revoluciones, riqueza, campos fértiles, la mies, el trabajo, el sol ardiente y pródigo. Alice respira el vaho tibio del mar que, bajo el sol, la sensualiza. Aspira el yodo de la atmósfera. Su pecho se levanta armónicamente y su cuerpecillo vibra. Vuelve la vista sobre el barco y torna a la realidad.
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