Caminamos mudos, sobre un sendero, nuestras pisadas producían un extraño sonido sobre las hojas secas que huían arrebatadas a nuestros pies, por el viento. Llegamos al puerto. Isabel, fija la vista en el mar, cogida del brazo de mi padre temblaba, castañeábanle los dientes y a cada instante repetía como poseída:
–¡Más de prisa, más de prisa, allí está el buque negro; más de prisa por Dios!.
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