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CAPÍTULO VI

Estuve varios días sin volver a la playa, pero el sábado de gloria en que debían quemar a Judas, salí a la playa para dar un paseo y ver en la plaza el cuerpo del criminal, pues según papá, ya estaba allí esperando su castigo el traidor, rodeado de marineros, cargadores, hombres del pueblo y pescadores de San Andrés. Salí a las cuatro de la tarde y me fui caminando por la orilla. Llegué al sitio donde Judas, en medio del pueblo, se elevaba, pero le tenían cubierto con una tela y sólo se le veía la cabeza. Tenía dos ojos enormes, abiertos, iracundos, pero sin pupilas y la inexpresiva mirada se tendía sobre la inmensidad del mar. Seguí caminando y al llegar a la mitad de la curva, distinguí a la señora blanca que venía del lado de San Andrés. Pronto llegó hasta mí. Estaba pálida y me pareció enferma. Sobre su vestido blanco y bajo el sombrero alón, su rostro tenía una palidez de marfil. ¡Era tan blanca! Sus facciones afiladas parecían no tener sangre; su mirada era húmeda, amorosa y penetrante. Hablamos largo rato.
–¿Has visto a Judas?