D'Artagnan no había dicho a Porthos nada de su herida ni de su procuradora. Era nuestro bearnés un muchacho muy prudente, aunque fuera joven. En consecuencia, había fingido creer todo lo que le había contado el glorioso mosquetero, convencido de que no hay amistad que soporte un secreto sorprendido, sobre todo cuando este secreto afecta al orgullo; además, siempre se tiene cierta superioridad moral sobre aquellos cuya vida se sabe.
Y D'Artagnan, en sus proyectos de intriga futuros, y decidido como estaba a hacer de sus tres compañeros los instrumentos de su fortuna, D'Artagnan no estaba molesto por reunir de antemano en su mano los hilos invisibles con cuya ayuda contaba dirigirlos.
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