El 6 del mes siguiente, el rey, cumpliendo la promesa que había hecho al cardenal de dejar Paris para volver a La Rochelle, salió de su capital todo aturdido aún por la nueva que acababa de esparcirse de que Buckingham acababa de ser asesinado.
Aunque prevenida de que el hombre al que tanto había amado corría un peligro, la reina, cuando se le anunció esta muerte, no quiso creerla; ocurrió incluso que exclamó imprudentemente:
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