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CAPÍTULO 66: La ejecución

Era medianoche aproximadamente; la luna, escoltada por su menguante y ensangrentada por las últimas huellas de la tormenta, se alzaba tras la pequeña aldea de Armentières, que destacaba sobre su claridad macilenta la silueta sombría de sus casas y el esqueleto de su alto campanario recortado a la luz. Enfrente, el Lys hacía rodar sus aguas semejantes a un río de estaño fundido, mientras que en la otra orilla se veía la masa negra de los árboles perfilarse sobre un cielo tormentoso invadido por gruesas nubes de cobre que hacían una especie de crepúsculo en medio de la noche. A la izquierda se alzaba un viejo molino abandonado, de aspas inmóviles, en cuyas ruinas una lechuza dejaba oír su grito agudo, periódico y monótono. Aquí y allá, en la llanura, a izquierda y derecha del camino que seguia el lúgubre cortejo, aparecían algunos árboles bajos y achaparrados que parecían enanos disformes acuclillados para acechar a los hombres en aquella hora siniestra.
De vez en cuando un largo relámpago abría el horizonte en toda su amplitud, serpenteaba por encima de la masa negra de árboles y venía como una espantosa cimitarra a cortar el cielo y el agua en dos partes. Ni un soplo de viento pasaba por la pesada atmósfera. Un silencio de muerte aplastaba toda la naturaleza; el suelo estaba húmedo y resbaladizo por la lluvia que acababa de caer, y las hierbas reanimadas despedían su olor con más energía.