El cardenal apoyó su codo sobre su manuscrito, su mejilla sobre su mano, y miró un instante al joven. Nadie tenía el ojo más profundamente escrutador que el cardenal, y D'Artagnan sintió aquella mirada correr por sus venas como una fiebre.
Sin embargo puso buena cara, teniendo su sombrero en sus manos y esperando el capricho de Su Eminencia, sin demasiado orgullo, pero también sin demasiada humildad.
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