Apenas hubo salido del comedor, despojóse el sustituto de su risueña máscara, tomando el aspecto grave de quien va a decidir la vida o la muerte de un hombre. Sin embargo, aunque obligado a mudar su fisonomía, cosa que alcanzó el sustituto a fuerza de trabajo y tal vez ensayándose al espejo como los cómicos, en esta ocasión le fue doblemente difícil fruncir las cejas y dar a sus facciones la gravedad oportuna.
Puesto que, dejando a un lado el recuerdo de las opiniones políticas de su padre, que podían en lo futuro impedirle su fortuna, Gerardo de Villefort era completamente feliz en aquel momento. Rico de suyo, además de gozar a los veintinueve años de una posición brillante en la magistratura, iba a casarse con una joven hermosa, a quien amaba, si no con ciega pasión, por lo menos razonablemente, como puede amar un sustituto del procurador del rey. Además de su belleza, notable sin duda alguna, la señorita de Saint-Meran, su futura esposa, pertenecía a una de las familias más importantes por aquel entonces, y con la influencia de su padre, que por ser hija única Renata pasaría al yerno enteramente, llevaba en dote cincuenta mil escudos, que con las esperanzas -palabra horrible inventada por los que hacen del matrimonio un juego de cubiletes- podía aumentarse un día hasta medio millón con una herencia. Todos estos elementos reunidos componían, pues, para Villefort, una suma increíble de felicidad, de tal manera que le faltaba poco para escupir al sol.
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