Amaneció un día magnífico: el tiempo estaba hermosísimo; el sol, puro y brillante, y sus primeros rayos, de un rojo purpúreo, doraban las espumas de las olas.
La comida había sido preparada en el primer piso de La Reserva, cuyo emparrado ya conocemos. Se componía aquél de un gran salón iluminado por cinco o seis ventanas; encima de cada una se veía escrito el nombre de una de las mejores ciudades de Francia. Todas estas ventanas caían a un balcón de madera: de madera era también todo el edificio.
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