El verano había llegado a su punto más caluroso cuando llegó el sábado designado para el baile del señor de Morcef.
Eran las diez de la noche: los corpulentos árboles del jardín de la casa del conde se destacaban vivamente sobre un cielo en que se deslizaban, mostrando un inmenso manto azul sembrado de estrellas doradas de oro, los últimos vapores de una tempestad que había rugido amenazadora durante todo el día.
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