Al cabo de tres semanas, decidí dirigir un firme ruego a Erskine de que hiciera justicia a la memoria de Cyril Graham y que diera al mundo su maravillosa interpretación de los Sonetos, la única interpretación que explicaba enteramente el problema. No conservo copia de mi carta, lamento decirlo, ni he podido echar mano del original; pero recuerdo que revisé todos los puntos y llené cuartillas con una reiteración apasionada de los argumentos y de las pruebas que me había sugerido mi estudio. Me parecía que no estaba tan sólo colocando a Cyril Graham en el lugar que le correspondía en la historia literaria, sino que estaba rescatando el honor de Shakespeare mismo del aburrido recuerdo de una vulgar intriga. Vertí en la carta todo mi entusiasmo, vertí en la carta toda mi fe.
De hecho, apenas la había enviado, cuando se produjo en mí una curiosa reacción. Me parecía como si hubiera entregado mi capacidad de creencia en la teoría Willie Hughes de los Sonetos, como si algo hubiera salido de mí, por decirlo de algún modo, y yo me hubiera quedado completamente indiferente a todo el asunto. ¿Qué había ocurrido? Es difícil de decir. Tal vez, al encontrar expresión perfecta para mi pasión, había agotado la pasión misma: las fuerzas emocionales, como las fuerzas de la vida física, tienen sus limitaciones positivas. Acaso el mero esfuerzo de convertir a alguien a una teoría implica alguna forma de renuncia a la fuerza de la creencia. Quizá estaba simplemente harto de toda la cuestión y, habiéndose consumido mi entusiasmo, se quedó mi razón a solas con su propio juicio desapasionado. Comoquiera que sucediera, el hecho es que indudablemente, y no puedo pretender explicarlo, Willie Hughes fue para mí de pronto un simple mito, un vano sueño, la fantasía juvenil de un muchacho que, como la mayoría de los espíritus ardientes, estaba más ansioso por convencer a los demás que por dejarse convencer él mismo.
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