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CAPÍTULO 18: CAPÍTULO XVIII

Al día siguiente Dorian Gray no salió de la casa y, de hecho, pasó la mayor parte del tiempo en su habitación, presa de un loco miedo a morir y, sin embargo, indiferente a la vida. El convencimiento de ser perseguido, de que se le tendían trampas, de estar acorralado, empezaba a dominarlo. Si el viento agitaba ligeramente los tapices, se echaba a temblar. Las hojas secas arrojadas contra las vidrieras le parecían la imagen de sus resoluciones abandonadas y de sus vanos remordimientos. Cuando cerraba los ojos, veía de nuevo el rostro del marinero mirando a través del cristal empañado por la niebla, y creía sentir una vez más cómo el horror le oprimía el corazón.
Aunque quizás sólo su imaginación hubiera hecho surgir la venganza de la noche, colocando ante sus ojos las formas horribles del castigo. La vida real era caótica, pero la imaginación seguía una lógica terrible. La imaginación enviaba al remordimiento tras las huellas del pecado. La imaginación hacía que cada delito concibiera su monstruosa progenie. En el universo ordinario de los hechos no se castigaba a los malvados ni se recompensaba a los buenos. El éxito correspondía a los fuertes y el fracaso recaía sobre los débiles. Eso era todo. Además, si algún desconocido hubiera merodeado por los alrededores de la casa, los criados o los guardas lo hubieran visto. Si se hubieran encontrado huellas en los arriates, los jardineros habrían informado de ello. Sin duda se trataba sólo de su imaginación. El hermano de Sibyl Vane no había venido hasta Selby Royal para matarlo. Se había hecho a la mar en su barco para irse finalmente a pique en algún mar invernal. De él, al menos, nada tenía que temer. Aquel pobre desgraciado ni siquiera sabía quién era, no podía saber quién era. La máscara de la juventud lo había salvado.