Empezó a caer una lluvia fría, y los faroles desdibujados no lanzaban ya, entre la niebla, más que un resplandor descolorido. Era el momento en que cerraban los establecimientos públicos, y hombres y mujeres todavía reunidos delante de sus puertas empezaban a desperdigarse. Del interior de algunas de las tabernas brotaban aún horribles carcajadas. En otras, los borrachos discutían y gritaban.
Casi tumbado en el coche de punto, el sombrero calado sobre la frente, Dorian Gray contemplaba con indiferencia la sórdida abyección de la gran ciudad, y de cuando en cuando se repetía las palabras que lord Henry le había dicho el día que se conocieron: «Curar el alma por medio de los sentidos, y los sentidos por medio del alma». Sí, ése era el secreto. Dorian Gray lo había probado con frecuencia y se disponía a volver a hacerlo. Había fumaderos de opio donde se podía comprar el olvido, antros espantables donde se podía destruir el recuerdo de los antiguos pecados con el frenesí de los recién cometidos.
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