Alas ocho y media, unos criados que prodigaban reverencias hicieron entrar en el salón de lady Narborough a Dorian Gray, vestido de punta en blanco y con un ramillete de violetas de Parma en el ojal de la chaqueta. Le latían las sienes con violencia, y se sentía presa de una extraordinaria agitación nerviosa, pero sus modales, cuando se inclinó sobre la mano de su anfitriona, tenían la misma elegancia y naturalidad de siempre. Quizá uno nunca se muestra tan natural como cuando representa un papel. Desde luego, nadie que observara aquella noche a Dorian Gray podría haber creído que acababa de vivir una tragedia comparable a las más horribles de nuestra época. Imposible que aquellos dedos tan delicadamente cincelados hubieran empuñado un cuchillo con intención pecaminosa o que aquellos labios sonrientes hubieran podido blasfemar y burlarse de la bondad. Él mismo no podía por menos de asombrarse ante su propia calma y, por unos momentos, sintió intensamente el terrible júbilo de quien lleva con éxito una doble vida.
Se trataba de una cena con pocos invitados, reunidos de manera más bien precipitada por lady Narborough, mujer muy inteligente, poseedora de lo que lord Henry solía describir como restos de una fealdad realmente notable, que había resultado ser una excelente esposa para uno de los más tediosos embajadores de la corona británica, y que, después de enterrar a su marido con todos los honores en un mausoleo de mármol, diseñado por ella misma, y de casar a sus hijas con hombres ricos y de edad más bien avanzada, se había dedicado a los placeres de la narrativa francesa, de la cocina francesa e incluso del esprit francés cuando se ponía a su alcance.
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