-Qué feliz soy, madre! - susurró la muchacha, escondiendo el rostro en el regazo de la marchita mujer, de aspecto cansado, que, vuelta de espaldas a la luz demasiado estridente de la ventana, estaba sentada en el único sillón que contenía su sórdida sala de estar . Soy muy feliz - repitió -, ¡y tú también debes serlo!
La señora Vane hizo una mueca de dolor y puso las delgadas manos, con la blancura de los afeites, sobre la cabeza de su hija.
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