Cierta tarde, un mes después, Dorian Gray estaba recostado en un lujoso sillón, en la pequeña biblioteca de la casa de lord Henry en Mayfair. Se trataba, en su estilo, de una habitación muy agradable, con alto revestimiento de madera de roble color oliva, friso de color crema, techo de escayola y alfombra de fieltro color ladrillo, sobre la que se habían extendido otras alfombras persas de seda, más pequeñas, con largos flecos. En una diminuta mesa de madera de satín había una estatuilla obra de Clodion y, junto a ella, un ejemplar de Les Cent Nouvelles, encuadernado para Margarita de Valois por Clovis Eve y adornado con las margaritas que la reina había elegido como emblema. Algunos grandes jarrones de porcelana azul con tulipanes de colores abigarrados ocupaban la repisa de la chimenea y, a través de los emplomados rectángulos de cristal de la ventana, se derramaba la luz de color albaricoque de un día de verano en Londres.
Lord Henry no había vuelto aún. Siempre se retrasaba por principio, ya que, en su opinión, la puntualidad es el ladrón del tiempo. De manera que el muchacho parecía bastante enfurruñado mientras con una mano distraída pasaba las páginas de una edición de Manon Lescaut, suntuosamente ilustrada, que había encontrado en una de las estanterías. El solemne y monótono tictac del reloj Luis XIV le molestaba. Una o dos veces pensó en marcharse.
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