En Venecia se encontró con su hermano lord Surbiton, que acababa de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos unas semanas encantadoras. Por la mañana vagaban a caballo por el Lido o iban de un lado para otro por los canales verdes en su alargada góndola negra; por la tarde, recibían generalmente visitas a bordo del yate y, por la noche, comían en el Florian y fumaban innumerables cigarrillos paseando por la plaza. A pesar de todo, lord Arthur no era feliz. Todos los días recorría la columna de defunciones del Times, esperando encontrar la noticia de la muerte de lady Clementina; pero siempre sufría una decepción. Empezó a temer que le hubiese ocurrido algún accidente y sintió muchas veces no haberle dejado tomar la aconitina cuando quiso ella probar sus efectos. Las cartas de Sybil, aunque llenas de amor, de confianza y de ternura, tenían con frecuencia un tono triste, y a veces pensaba que se había separado de ella para siempre.
Al cabo de quince días, lord Surbiton se cansó de Venecia y decidió recorrer la costa hasta Rávena, pues oyó decir que había mucha caza en el Pinar. Lord Arthur, al principio, se negó terminantemente a acompañarle; pero Surbiton, a quien quería muchísimo, le persuadió por fin de que, si seguía viviendo en el hotel Danieli, se moriría de tedio y el día 15, por la mañana, se hicieron a la vela con un fuerte viento nordeste y un mar bastante picado. La travesía fue agradable y la vida al aire libre hizo reaparecer los frescos colores en las mejillas de lord Arthur; pero hacia el día 22 volvieron a invadirle sus preocupaciones respecto a lady Clementina y, a pesar de las exhortaciones de Surbiton, regresó en tren a Venecia.
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